La carta que nunca quise recibir

—¿Y ahora qué quiere? —murmuré, apretando la carta entre los dedos temblorosos. El sobre llevaba el nombre de mi madre, Carmen, escrito con esa caligrafía rígida que siempre usó para marcarme los cuadernos del colegio. No necesitaba abrirlo para saber que traía problemas; mi madre nunca escribía para preguntar cómo estaba.

Me senté en la mesa de la cocina, la misma donde de niña me obligaba a terminar el plato aunque llorara. El reloj marcaba las siete y media de la tarde y la luz de Madrid se filtraba por la ventana, dorada y cruel. Rompí el sello y leí:

«María,

Sé que hace tiempo que no hablamos, pero eres mi hija y tengo derecho a pedirte ayuda. Estoy pasando por un momento difícil y necesito que me envíes 500 euros este mes. No me falles.»

No había un «¿cómo estás?», ni un «te echo de menos». Solo exigencias, como siempre. Sentí una punzada en el pecho, una mezcla de rabia y tristeza. Mi madre nunca supo quererme; su amor era un deber, una obligación que yo debía cumplir aunque me costara la alegría.

Recordé las noches en las que me escondía bajo las mantas para no oír sus gritos con mi padre, Antonio. Él se fue cuando yo tenía ocho años, harto de los reproches y las amenazas veladas. Me dejó sola con ella y su amargura. Desde entonces, mi vida fue una sucesión de órdenes y castigos: «No hables así», «No salgas con esas amigas», «No llores por tonterías». Nunca hubo abrazos, ni palabras dulces. Solo reglas y miradas frías.

—¿Vas a contestar? —preguntó mi marido, Luis, desde el pasillo.

Me encogí de hombros.

—No lo sé. ¿Tú qué harías?

Luis se sentó a mi lado y me tomó la mano.

—No le debes nada, María. Lo sabes.

Pero yo no estaba tan segura. En España, la familia es sagrada; lo escuchas en cada sobremesa, en cada reunión familiar: «La familia es lo primero». Pero ¿y si tu familia te ha hecho daño? ¿Y si tu madre solo te busca cuando necesita algo?

Me levanté y fui al salón, donde mi hija Lucía jugaba con sus muñecas. La miré y sentí un nudo en la garganta. Juré que nunca sería como mi madre, que Lucía crecería sintiéndose querida y segura. Pero ahora esa mujer volvía a aparecer en mi vida, reclamando un derecho que nunca se ganó.

Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama, escuchando el murmullo lejano de los coches en la Gran Vía. Pensaba en todas las veces que pedí ayuda a mi madre y ella me respondió con desprecio:

—¿Otra vez llorando? Eres una exagerada.

O cuando suspendí matemáticas y me gritó delante de toda la clase:

—¡Eres una inútil! ¿Para esto te mato trabajando?

Crecí creyendo que no valía nada, que debía ganarme el cariño a base de sacrificios. Ahora, después de años de terapia y esfuerzo, había conseguido reconstruir mi autoestima. Pero bastó una carta para tambalearlo todo.

Al día siguiente llamé a mi hermana pequeña, Elena. Ella siempre fue la favorita de mamá; supo adaptarse mejor a sus exigencias.

—¿Has recibido también la carta? —le pregunté sin rodeos.

Elena suspiró al otro lado del teléfono.

—Sí… Me pidió dinero hace dos semanas. Le mandé algo porque no quiero líos.

—¿Y no te parece injusto?

—Claro que sí, pero es nuestra madre… No sé, María. Yo ya no tengo fuerzas para pelearme más con ella.

Colgué sintiéndome aún más sola. Parecía que nadie entendía lo que yo sentía: esa mezcla de culpa y rebeldía, ese deseo de cortar el cordón umbilical de una vez por todas.

Durante días evité mirar la carta, pero su presencia pesaba en el aire como una amenaza. En el trabajo estaba distraída; mis compañeros notaron mi mal humor.

—¿Te pasa algo? —me preguntó Ana, mi jefa.

Me atreví a contarle la verdad.

—Mi madre me ha pedido dinero… pero nuestra relación siempre ha sido muy difícil. No sé qué hacer.

Ana asintió con comprensión.

—A veces hay que poner límites, aunque duela. Nadie tiene derecho a hacerte sentir culpable por protegerte.

Sus palabras me dieron fuerzas. Esa tarde escribí una respuesta:

«Mamá,

He recibido tu carta. Siento mucho que estés pasando por un mal momento, pero no puedo ayudarte económicamente ahora mismo. Espero que encuentres otra solución.

María»

No era una carta cariñosa ni cruel; solo honesta. La metí en el buzón temblando, como si estuviera traicionando algo sagrado.

Pasaron semanas sin noticias suyas. A veces pensaba en llamarla, pero recordaba todas las veces que ella me cerró la puerta en la cara cuando más la necesitaba.

Un domingo por la tarde recibí un mensaje de Elena:

«Mamá está muy enfadada contigo. Dice que eres una desagradecida.»

Me dolió más de lo que quería admitir. Pero también sentí alivio: por primera vez había puesto mis necesidades por delante de las suyas.

Esa noche abracé a Lucía antes de dormir y le susurré:

—Te quiero mucho, pase lo que pase.

Me quedé mirando el techo, preguntándome si algún día podré perdonar a mi madre o si siempre llevaré esta herida abierta.

¿De verdad le debo algo solo por ser mi madre? ¿O tengo derecho a protegerme aunque eso signifique romper con el pasado? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?