La llegada de Hugo: Cuando la felicidad se convierte en prueba

—¿Por qué no puedes simplemente estar contento? —me gritó Lucía desde la cocina, mientras el llanto de Hugo retumbaba por todo el piso de Vallecas. Yo estaba sentado en el sofá, con la cabeza entre las manos, sintiendo cómo el peso de la responsabilidad me aplastaba el pecho. Habían pasado solo tres semanas desde que nació nuestro hijo y ya sentía que todo se desmoronaba.

Nunca quise casarme. Lucía lo sabía desde el principio, cuando nos conocimos en aquel bar de Malasaña hace cinco años. Pero siempre le dije que, si algún día teníamos un hijo, yo estaría ahí, dispuesto a formar una familia. Y así fue: cuando ella me enseñó el test de embarazo, lloramos juntos, abrazados, convencidos de que estábamos preparados. Yo tenía casi cuarenta años, un trabajo fijo en Correos, un piso heredado de mis abuelos y una vida aparentemente estable. ¿Qué podía salir mal?

La respuesta llegó rápido. El embarazo fue duro para Lucía: náuseas constantes, insomnio, miedo. Yo intentaba apoyarla, pero a veces sentía que no era suficiente. Mi madre, Carmen, venía cada semana a preguntar si necesitábamos algo, pero siempre acababa criticando cómo llevábamos la casa o insinuando que Lucía no era lo bastante buena para mí. «En mis tiempos, las mujeres no se quejaban tanto», decía mientras fregaba los platos a regañadientes.

El día del parto fue una mezcla de terror y euforia. Cuando vi a Hugo por primera vez, tan pequeño y frágil, sentí una felicidad brutal, casi animal. Pero esa sensación duró poco. Las noches sin dormir empezaron a pasar factura. Lucía lloraba más que el bebé; yo me sentía inútil, incapaz de consolarla ni de entender lo que le pasaba.

—No sé si puedo con esto —me confesó una noche, con los ojos hinchados y la voz rota—. Siento que te estoy fallando.

Intenté abrazarla, pero ella se apartó. Me dolió más de lo que esperaba. Empecé a llegar más tarde del trabajo, inventando excusas para no enfrentarme al caos del piso: pañales sucios, biberones sin lavar, discusiones constantes. Mi padre, Antonio, me llamaba cada dos días para preguntarme si ya había pensado en buscar un trabajo mejor. «Ahora tienes una familia que mantener», repetía como un mantra.

Un sábado por la tarde, mi hermana Marta vino a vernos. Trajo una tarta y un peluche para Hugo. Al principio todo fue cordial, pero pronto empezaron las indirectas:

—¿No crees que deberíais organizaros mejor? —preguntó mirando el desorden del salón—. Yo con mis mellizos tenía todo bajo control.

Lucía se levantó y se encerró en el baño. Yo me quedé solo con Marta y su mirada de superioridad. Sentí una rabia sorda creciendo dentro de mí.

Las semanas pasaban y la situación no mejoraba. Lucía empezó a hablar de volver al trabajo antes de tiempo; decía que necesitaba sentirse útil, recuperar su vida. Yo no sabía cómo ayudarla ni cómo ayudarme a mí mismo. Empecé a beber más cerveza de la cuenta por las noches, solo en la cocina, mirando las luces de la ciudad por la ventana.

Una noche, después de una discusión especialmente dura —no recuerdo ni por qué empezó—, Lucía me miró con los ojos llenos de lágrimas y me dijo:

—¿De verdad querías esto? ¿O solo dijiste que sí porque pensabas que era lo correcto?

No supe qué responderle. Me sentí descubierto, desnudo ante mi propia mentira: había aceptado ser padre porque creía que era lo que tocaba a mi edad, porque todos mis amigos ya tenían hijos y porque la soledad me asustaba más que cualquier otra cosa.

Empecé a evitar a mis amigos; no soportaba escuchar sus historias felices sobre la paternidad perfecta. En el grupo de WhatsApp del barrio todos compartían fotos sonrientes en el Retiro o en el parque del barrio con sus hijos impecablemente vestidos. Yo solo tenía ganas de gritar.

Un día, al volver del trabajo, encontré a Lucía sentada en el suelo del salón con Hugo en brazos. Lloraba en silencio mientras le daba el pecho. Me senté a su lado y le cogí la mano.

—No sé si vamos a salir de esta —le susurré—. Pero quiero intentarlo contigo.

Ella asintió sin mirarme. Esa noche dormimos juntos por primera vez en semanas, abrazados como dos náufragos aferrados a la misma tabla.

Poco a poco empezamos a hablar más y a discutir menos. Fuimos juntos al centro de salud mental del barrio; nos recomendaron terapia familiar. Mi madre dejó de venir tanto y aprendí a poner límites a sus críticas. Mi padre aceptó que no iba a cambiar de trabajo y Marta dejó de compararnos con su familia perfecta.

Hugo creció sano y fuerte; sus primeras sonrisas nos devolvieron algo de esperanza. Pero la herida seguía ahí: la sensación de haber perdido algo irrecuperable —quizá nuestra inocencia o simplemente la idea ingenua de lo que significa ser padres.

Hoy miro a Hugo dormir y me pregunto si algún día podré contarle todo esto sin sentir vergüenza o miedo al juicio ajeno. ¿Cuántos padres se atreven a reconocer que la paternidad no es solo alegría sino también miedo, culpa y soledad? ¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez así?