La última carta de Lucía: Cuando la vida te arrebata lo que más amas

—¿Mamá, mañana ya seré tuyo para siempre? —me preguntó Diego, con esa voz temblorosa que solo tienen los niños cuando están a punto de cumplir un sueño.

Me arrodillé frente a él, le acaricié el pelo y le respondí: —Siempre has sido mío, Diego. Pero mañana lo será también para el mundo entero.

Esa noche, en nuestro pequeño piso de Vallecas, la emoción era tan densa que casi podía tocarse. Mi madre, Carmen, preparaba croquetas en la cocina mientras mi hermana Ana colgaba globos azules y blancos en el salón. Diego no paraba de saltar por toda la casa, abrazando a su peluche favorito, un oso que había llamado Manolo. Yo intentaba mantener la calma, pero por dentro sentía un vértigo que me revolvía el estómago. Después de años de trámites, entrevistas y visitas de asistentes sociales, por fin iba a ser oficialmente madre.

—Lucía, ¿has visto dónde he dejado el papel de la tarta? —gritó mi madre desde la cocina.

—Está en el cajón de los manteles, mamá —respondí, mientras vigilaba que Diego no se subiera a la mesa.

A las diez de la noche, Diego vino corriendo a mi habitación. —¿Puedo dormir contigo hoy? Tengo miedo de que mañana no llegue nunca.

Le abracé fuerte. —Claro que sí, mi vida. Mañana llegará y será el mejor día de nuestras vidas.

Pero mañana nunca llegó para Diego.

Me desperté sobresaltada a las seis de la mañana. Sentí algo frío a mi lado. Diego no respiraba. Su carita estaba tranquila, como si siguiera soñando. Grité. Grité tan fuerte que los vecinos llamaron a la puerta. Mi madre entró corriendo y se desplomó al vernos. Ana llamó a emergencias entre sollozos. Todo fue un torbellino: sirenas, médicos, preguntas sin respuestas.

—¿Qué ha pasado? ¿Tenía alguna enfermedad? —me preguntó una enfermera con voz suave.

—No… solo tenía miedo de que mañana no llegara —susurré, sin reconocer mi propia voz.

El diagnóstico fue muerte súbita infantil. Nadie supo explicarme por qué. Nadie supo decirme cómo seguir adelante después de aquello.

Los días siguientes fueron un desfile de caras largas, abrazos incómodos y frases hechas: “Era su destino”, “Ahora es un angelito”, “Al menos no sufrió”. Yo solo quería gritarles que se callaran, que nadie entendía lo que era perder a un hijo antes siquiera de poder llamarlo legalmente mío.

Mi madre intentaba animarme cocinando mis platos favoritos. Ana me traía flores y me obligaba a salir a pasear por el Retiro. Pero yo solo quería quedarme en casa, abrazada al oso Manolo y al pijama azul de Diego, oliendo su rastro como si pudiera traerlo de vuelta.

Una tarde, semanas después del funeral, recibí una carta del centro de menores donde había conocido a Diego. Era de su mejor amigo allí, un niño llamado Sergio:

“Hola Lucía,
Sé que Diego ya no está, pero quiero darte las gracias por hacerle tan feliz. Siempre decía que tú eras su mamá aunque aún no lo pusiera el papel. Me contó que le leías cuentos y le dabas besos en la frente antes de dormir. Yo también quiero una mamá como tú algún día.”

Lloré como nunca antes. Lloré por Diego, por Sergio y por todos los niños que esperan una familia mientras el mundo sigue girando sin ellos.

Una noche, mientras miraba las estrellas desde la ventana del salón, mi madre se sentó a mi lado y me dijo:

—Lucía, sé que ahora todo parece oscuro. Pero tú tienes tanto amor dentro… No puedes dejar que se apague aquí.

—¿Y si nunca puedo querer a otro niño como quise a Diego? —le pregunté entre lágrimas.

—El amor no se reparte, hija. Solo crece.

Poco a poco empecé a salir del pozo. Volví al trabajo en la biblioteca del barrio, aunque cada vez que veía un cuento infantil sentía un nudo en la garganta. Empecé terapia y me uní a un grupo de apoyo para madres adoptivas y familias en duelo. Allí conocí a Marta, una mujer que había perdido a su hija en un accidente de tráfico y me enseñó que el dolor nunca desaparece, pero se aprende a vivir con él.

Un año después del adiós de Diego, volví al centro de menores. No para buscar otro hijo —aún no estaba preparada— sino para leer cuentos a los niños los sábados por la tarde. Sergio me abrazó fuerte cuando me vio y me pidió que le leyera su cuento favorito: “El principito”.

A veces pienso en todo lo que podría haber sido y no fue. En las fotos que nunca sacamos, en los cumpleaños que no celebramos juntos, en los “te quiero” que me guardé por miedo a asustarle con tanto amor.

Pero también pienso en lo afortunada que fui por tenerle aunque fuera solo un año. Por enseñarle lo que era una familia, aunque fuera prestada.

Ahora cada vez que veo un globo azul o escucho una risa infantil en el parque siento que Diego sigue conmigo, en algún rincón cálido del corazón donde nada ni nadie puede arrebatarme su recuerdo.

¿Alguna vez se puede volver a ser feliz después de perder lo más importante? ¿O simplemente aprendemos a vivir con el vacío? ¿Qué haríais vosotros si os arrebataran así el sentido de vuestra vida?