La última vez que dije ‘sí’: El precio invisible de la bondad
—¡Carmen! ¿Puedes venir un momento?—
La voz de doña Rosario retumba en el patio interior, atravesando las persianas de mi cocina como una campana rota. Estoy pelando patatas para la cena de mis hijos, pero dejo el cuchillo sobre la tabla y suspiro. Otra vez. Me limpio las manos en el delantal y cruzo el pasillo, sintiendo cómo la rabia y la compasión se mezclan en mi pecho.
—¿Qué pasa, Rosario?— pregunto, intentando que mi tono no suene cansado.
Ella está tumbada en el sofá, con la manta hasta el cuello y la mirada perdida en el techo. La televisión murmura de fondo, pero no parece prestarle atención.
—¿Podrías ir a la farmacia? Se me ha acabado el Nolotil y no aguanto más este dolor de piernas. Y si puedes, tráeme también pan y leche. Ah, y mira si han traído mandarinas al mercado…
Asiento en silencio. No es la primera vez. Ni será la última, pienso mientras recojo la lista mental de encargos. Hace un año que su hija, Lucía, se mudó a Madrid y desde entonces soy yo quien sostiene a Rosario. Al principio eran favores pequeños: regar las plantas, recoger el correo. Pero cuando cayó enferma, todo cambió. Ahora soy su enfermera, su recadera, su confidente… y su única compañía.
Mi marido, Antonio, me mira cada noche con ese gesto de resignación que tanto detesto.
—No puedes seguir así, Carmen. Tienes tu trabajo, los niños… No eres una santa.
Pero yo callo. ¿Quién cuidaría de Rosario si no lo hiciera yo? Su hija solo viene en Navidad y en verano, y siempre con prisas, como si la casa de su madre le diera alergia. El resto del año, llamadas rápidas y mensajes de WhatsApp llenos de excusas: “Mamá, el trabajo no me deja”, “Mamá, los niños están malos”, “Mamá, no puedo ir”.
Hoy, sin embargo, algo dentro de mí se rompe. Camino por las calles del barrio con las bolsas colgando de los brazos, sintiendo el frío calarme hasta los huesos. Pienso en mi madre, que murió sola en una residencia porque yo no podía con todo. Pienso en mis hijos, que me miran con reproche cuando llego tarde a casa porque he estado ayudando a Rosario. Pienso en mí misma, en lo poco que queda de mí después de tantos años diciendo ‘sí’.
Cuando vuelvo a su casa, Rosario me recibe con una sonrisa cansada.
—¡Ay, hija! Qué haría yo sin ti…
Dejo las bolsas en la mesa y me quedo de pie, temblando.
—Rosario —digo al fin—, no puedo más. Estoy agotada. No puedo seguir siendo tu recadera todos los días. Tienes una hija. Debería estar aquí contigo.
El silencio se hace espeso entre nosotras. Ella baja la mirada y sus manos tiemblan sobre la manta.
—Lucía tiene su vida… No quiero molestarla.
—¿Y yo? —pregunto casi sin voz— ¿No tengo yo también mi vida?
Rosario no responde. Sus ojos se llenan de lágrimas y yo siento una punzada de culpa tan fuerte que casi me dobla por la mitad.
Esa noche no duermo. Doy vueltas en la cama mientras Antonio respira a mi lado. Me pregunto si he sido cruel o simplemente humana. Al día siguiente encuentro una nota bajo mi puerta:
“Perdona si te he molestado tanto tiempo. Gracias por todo lo que has hecho por mí.”
Me visto deprisa y corro a su casa. La encuentro sentada junto a la ventana, mirando la calle vacía.
—No tienes que disculparte —le digo—. Solo necesito que entiendas que no puedo hacerlo todo sola.
Ella asiente en silencio. Pasan los días y noto que intenta pedirme menos cosas. Pero también veo cómo se apaga poco a poco, como si mi negativa le hubiera robado el último hilo de esperanza.
Un domingo aparece Lucía por sorpresa. Llega con su marido y sus hijos pequeños, todos envueltos en abrigos caros y olor a ciudad.
—Mamá —dice Lucía mientras deja las bolsas en el suelo—, ¿qué tal estás?
Rosario sonríe débilmente y me mira de reojo.
—Bien… Carmen me ayuda mucho.
Lucía me lanza una mirada fugaz, mezcla de agradecimiento y fastidio.
—Gracias por todo lo que haces —dice sin mirarme a los ojos—. Es que yo…
—No te preocupes —la corto—. Solo quería que supieras cómo están las cosas aquí cuando tú no estás.
Lucía se encoge de hombros y cambia de tema rápidamente. Hablan del colegio de los niños, del tráfico en Madrid, del precio del alquiler… Todo menos de Rosario.
Cuando se van, Rosario llora en silencio mientras yo le acaricio la mano.
—¿Por qué es tan difícil pedir ayuda a quienes más queremos? —me susurra.
No sé qué responderle. Solo sé que estoy cansada. Cansada de ser siempre la buena vecina, la mujer fuerte, la que nunca dice ‘no’.
Ahora os pregunto: ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con los demás? ¿Quién cuida de quienes cuidan?