La venganza de la abuela Laura: Más allá del mostrador

—¿Va a pagar con monedas otra vez, señora? —me preguntó el muchacho, sin mirarme a los ojos, mientras la fila detrás de mí crecía y las miradas se clavaban en mi espalda como agujas.

Sentí que la cara se me encendía. No era la primera vez que Santiago, el cajero nuevo del Súper Don Pepe, me hacía sentir así. Pero esa tarde, después de un día largo cuidando a mi nieta y soportando el dolor de rodilla, sus palabras me atravesaron. Me temblaron las manos mientras sacaba las monedas de mi monedero azul, ese que guardo desde que mi esposo murió. Las monedas cayeron al suelo y escuché risitas ahogadas. Santiago suspiró fuerte y rodó los ojos. Yo recogí las monedas con dignidad, pero por dentro hervía.

Esa noche, mientras preparaba mate en la cocina, le conté a mi hija Mariana lo que había pasado. Ella me miró con tristeza y me acarició la mano.

—No te dejes pisotear, mamá. Pero tampoco te amargues por un mocoso maleducado.

Pero yo no podía soltarlo. ¿Por qué tenía que aguantarme? ¿Por qué los viejos tenemos que volvernos invisibles o, peor aún, motivo de burla? Decidí que tenía que hacer algo. No era solo por mí; era por todas las abuelas y abuelos del barrio.

Al día siguiente, me levanté temprano y fui al mercado con una lista enorme. Compré cosas innecesarias solo para tener muchas bolsas y hacerle perder tiempo a Santiago. Cuando llegué a la caja, él me reconoció y puso cara de fastidio.

—¿Otra vez usted? —murmuró.

Le sonreí con mi mejor cara de inocente y empecé a sacar los productos uno por uno, despacio. Cuando llegó el momento de pagar, saqué billetes arrugados y monedas, y fingí no encontrar el cambio exacto. La fila creció y la gente empezó a protestar.

—¡Vamos señora! ¡Alguien tiene que trabajar! —gritó una mujer detrás mío.

Santiago me miró con odio. Yo sentí una satisfacción amarga. Pero cuando salí del súper, algo dentro de mí se quebró. No era alegría lo que sentía, sino una especie de vacío.

Esa noche soñé con mi esposo, Don Ernesto. Lo vi sentado en la mesa del comedor, leyendo el diario como siempre.

—¿Eso te hace sentir mejor, Laurita? —me preguntó en el sueño.

Me desperté sudando frío. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué me estaba convirtiendo?

A la mañana siguiente, fui al parque con mi nieta Sofía. Mientras ella jugaba en los columpios, vi a Santiago sentado solo en una banca, mirando su celular con cara triste. Dudé un momento, pero me acerqué.

—¿Puedo sentarme?

Él levantó la vista sorprendido. Asintió en silencio.

—Ayer fui muy pesada —le dije—. Pero vos también fuiste grosero conmigo.

Santiago bajó la cabeza.

—Perdón señora Laura. Es que… mi mamá está enferma y yo tengo que trabajar doble turno para ayudar en casa. A veces me pongo nervioso y…

Me quedé callada un momento. De repente lo vi distinto: ya no era el enemigo, sino un chico asustado cargando más peso del que podía soportar.

—No sabía eso —le respondí—. Yo también sé lo que es cuidar a alguien enfermo. Mi esposo estuvo postrado muchos años antes de morir.

Nos quedamos en silencio mirando a Sofía jugar. Sentí una paz extraña, como si una nube pesada se hubiera disipado.

Esa tarde volví al súper. Compré solo lo necesario y cuando llegué a la caja de Santiago le sonreí.

—Hoy pago con billetes nuevos —le dije guiñándole un ojo.

Él sonrió tímidamente y me dio el vuelto con cuidado.

Al salir del local sentí que algo había cambiado en mí. No era solo el alivio de haber soltado el rencor; era la certeza de que todos llevamos cargas invisibles y que a veces la venganza solo multiplica el dolor.

En casa, Mariana me abrazó fuerte cuando le conté todo.

—Eso es lo que te hace grande, mamá —me dijo—. No dejarte llevar por el enojo.

Ahora cada vez que paso por el súper, Santiago me saluda con respeto y hasta me ayuda con las bolsas cuando puede. Y yo aprendí que la dignidad no se defiende humillando al otro, sino mirando más allá de sus errores.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces nos dejamos llevar por el orgullo sin saber lo que el otro está viviendo? ¿Vale la pena devolver dolor por dolor? ¿O será que el verdadero coraje está en perdonar?