“Llámale a la abuela, ella sabrá qué hacer”: La llamada que cambió mi vida

—¡Abuela, por favor, ayúdame!—. La voz al otro lado del teléfono temblaba, como si estuviera al borde del llanto. Eran las diez de la mañana y yo apenas había dejado el crucigrama sobre la mesa cuando el teléfono sonó. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. —¿Quién habla?— pregunté, aunque en mi corazón ya se agitaba el miedo. —Soy tu nieto, Daniel… tuve un accidente horrible, abuela. La policía dice que fue mi culpa. Necesito dinero para arreglar esto, por favor no le digas a nadie…

Por un segundo, el mundo se me vino abajo. Daniel, mi nieto mayor, el que siempre me llama los domingos para preguntarme cómo estoy, ¿podía estar en problemas tan graves? Mi corazón latía con fuerza, y las lágrimas amenazaban con salir. Pero algo en esa voz no me cuadraba. Daniel siempre me decía “abue”, nunca “abuela”.

—¿Dónde estás, mi niño? ¿Estás bien?— traté de mantener la calma.

—Estoy en la delegación de policía, pero no puedo hablar mucho. Por favor, abuela, necesito que me ayudes con dinero para pagar la fianza. No le digas nada a mis papás, ellos se van a enojar mucho…

Sentí rabia y miedo mezclados. Recordé las historias que escuchaba en las noticias de la televisión: estafadores que se aprovechan de los viejitos, que nos ven como presas fáciles. ¿Sería este uno de esos casos? Miré alrededor de mi pequeño departamento en el centro de Guadalajara, donde cada foto en la pared era un recuerdo de mi familia, de mis hijos y nietos que ahora vivían lejos, ocupados con sus propias vidas.

—Dime algo, Daniel— dije con voz firme—. ¿Cómo se llama tu perro?

Hubo un silencio incómodo al otro lado. —Eh… Rocky, abuela…

Mi nieto nunca tuvo un perro llamado Rocky. Su perro se llama Chato y lo rescató de la calle hace años. Sentí una mezcla de alivio y furia. —¡Eres un mentiroso!— grité con toda la fuerza que me quedaba—. ¡No eres mi nieto! ¡Y si vuelves a llamar, te voy a denunciar!

Colgué el teléfono con las manos temblorosas. Me senté en la silla y lloré. No solo por el susto, sino por la soledad que sentí en ese momento. ¿Cómo es posible que haya gente capaz de jugar así con los sentimientos de una abuela? ¿Por qué nos ven como débiles?

Minutos después, llamé a Daniel. Me contestó con su voz alegre de siempre: —¿Qué pasó, abue? ¿Todo bien?

Le conté lo sucedido y escuché cómo su voz se llenaba de rabia e impotencia. —¡No puede ser! Abue, tienes que tener cuidado… Hay mucha gente mala allá afuera.

Colgué sintiéndome más sola que nunca. Mis hijos viven en Monterrey y en Buenos Aires; me llaman cuando pueden, pero la vida es difícil y el tiempo escaso. Yo me quedé aquí, en Guadalajara, porque aquí están mis recuerdos, mis amigas del mercado y mi iglesia.

Esa tarde fui al mercado como siempre. Saludé a Doña Lupita, la vendedora de flores, y a Don Ernesto, el carnicero. Les conté lo que me había pasado y pronto se armó un pequeño círculo de señoras alrededor mío.

—A mí también me llamaron hace dos semanas— dijo Doña Lupita—. Me dijeron que mi hija estaba secuestrada y que tenía que depositar dinero en una cuenta… casi caigo.

—Es que ya no respetan nada— intervino Doña Rosa—. Antes uno podía confiar en la gente; ahora hasta miedo da contestar el teléfono.

Nos miramos con tristeza y rabia compartida. Nos dimos cuenta de que todas habíamos sido víctimas o conocíamos a alguien que lo había sido. Nos prometimos cuidarnos entre nosotras y avisar a los vecinos si recibíamos llamadas sospechosas.

Esa noche no pude dormir bien. Me quedé pensando en cómo había cambiado todo desde que era joven. Antes las familias vivían juntas; ahora los hijos se van lejos buscando mejores oportunidades y las abuelas nos quedamos solas con nuestros recuerdos y nuestros miedos.

Al día siguiente fui a la iglesia y hablé con el padre Julián después de misa. Le conté lo sucedido y él me abrazó con cariño.

—No estás sola, Carmen— me dijo—. Aquí tienes una familia también.

Salí de la iglesia sintiéndome un poco más fuerte. Decidí organizar una reunión en el centro comunitario para hablar sobre las estafas telefónicas y cómo protegernos. Llamé a mis amigas y juntas preparamos café de olla y pan dulce para recibir a todos los vecinos.

La reunión fue un éxito. Vinieron más de treinta personas; algunos compartieron sus historias entre lágrimas y otros ofrecieron consejos sobre cómo identificar llamadas sospechosas. Al final todos nos sentimos menos solos.

Pero esa noche, al cerrar la puerta de mi departamento y mirar las fotos familiares en la pared, no pude evitar preguntarme: ¿Por qué tenemos que vivir con miedo? ¿Por qué los adultos mayores somos tan vulnerables en este país?

Quizá no tengo todas las respuestas, pero sé que no me voy a dejar vencer por el miedo ni por la soledad. Si algo aprendí de esta experiencia es que somos más fuertes juntos.

¿Y ustedes? ¿Han pasado por algo parecido? ¿Cómo enfrentan ustedes la soledad o el miedo? Me gustaría leer sus historias.