Mi familia, los parásitos: El precio de la generosidad
—¡Otra vez no, mamá! —grité desde la cocina, con el cuchillo en la mano y el corazón acelerado. El vapor del cocido se mezclaba con el sudor frío en mi frente. Mi madre, Carmen, acababa de llamar para decir que venía a comer con mi hermano Luis y su novia, sin avisar, como siempre. Guillermo me miró desde la puerta, resignado.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó él, intentando sonar comprensivo, aunque ya conocía la respuesta.
—Que vienen otra vez… y ni siquiera preguntan si pueden. Solo vienen, comen, se llevan tu cerveza y hasta se duchan aquí porque “el agua caliente está muy cara”.
Guillermo suspiró. Llevábamos meses así. Desde que terminamos de construir la sauna de madera en el jardín —nuestro pequeño sueño, hecho con ahorros y mucho esfuerzo—, mi familia parecía haber encontrado un nuevo centro social. No era solo la sauna: era la nevera llena, el wifi gratis, las toallas limpias y hasta el coche prestado.
Recuerdo el día que inauguramos la sauna. Era una tarde fría de enero en Segovia. El olor a cedro impregnaba el aire y por un momento sentí que todo valía la pena. Pero no tardaron en llegar los mensajes:
—¿Hoy hay sesión de sauna? —escribió mi prima Lucía.
—¿Puedo llevar a los niños? —preguntó mi tía Pilar.
Al principio me hacía ilusión. Siempre he sido de las que piensa que la familia es lo primero. Pero pronto todo se descontroló. Empezaron a venir cada fin de semana, luego entre semana. Dejaban toallas mojadas por todas partes, comían sin preguntar y hasta criticaban el diseño: “¿No podríais haber puesto una ventana más grande?”, “El banco está un poco duro, ¿no?”
Una noche, después de que se fueran todos, encontré a Guillermo sentado en el porche, mirando el jardín vacío.
—No puedo más —me dijo—. Esto no es lo que imaginábamos.
Le miré a los ojos y sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Cómo podía ser que mi propia familia no viera el daño que nos hacían? ¿Por qué tenía que elegir entre mi paz y ellos?
Las cosas empeoraron cuando Luis perdió su trabajo. Empezó a venir todos los días. Se quedaba horas en la sauna, usaba nuestro champú caro y hasta se llevaba tuppers llenos de comida. Una tarde lo encontré rebuscando en mi bolso.
—¿Qué haces? —le pregunté, helada.
—Nada, solo buscaba un euro para el café…
Me temblaron las manos. Esa noche lloré en silencio mientras Guillermo me abrazaba.
—Tenemos que hacer algo —susurró él—. Si no ponemos límites ahora, nunca lo harán ellos.
Pero poner límites a la familia en España es casi un sacrilegio. Aquí todo se comparte: la mesa, la casa, las penas y las alegrías. ¿Cómo decir “no” sin parecer egoísta?
Decidimos hacer un plan. El siguiente domingo, cuando llegaron todos —mi madre con su tupper vacío, Luis con su mochila y Lucía con sus hijos ruidosos—, les recibimos con una sonrisa forzada.
—Hoy no hay sauna —anuncié—. Está cerrada por mantenimiento.
Se hizo un silencio incómodo.
—¿Cómo que cerrada? —protestó mi madre—. ¡Si es domingo!
—Necesitamos descansar —dijo Guillermo—. Y también queremos disfrutarla nosotros alguna vez.
Las caras largas no tardaron en aparecer. Mi tía Pilar murmuró algo sobre lo desagradecidos que éramos. Luis ni siquiera me miró a los ojos mientras se servía una cerveza sin permiso.
Esa noche recibí mensajes de todos: “¿Te pasa algo?”, “¿Estás enfadada?”, “No entiendo por qué nos tratas así”.
Me sentí culpable. Dudé de mí misma. ¿Estaba siendo mala hija? ¿Mala hermana?
Pero al día siguiente, por primera vez en meses, desayunamos solos en el jardín. El sol brillaba sobre la madera nueva de la sauna y el silencio era tan dulce como el café recién hecho.
Pasaron semanas sin visitas inesperadas. Al principio dolió: sentía el vacío de las risas y el bullicio familiar. Pero poco a poco aprendí a disfrutar de mi espacio, de mi pareja y de mi vida sin invasiones constantes.
Un día mi madre llamó para preguntar si podía venir a merendar.
—Claro, mamá —respondí—. Pero avísame antes la próxima vez.
Aprendí que querer no significa dejarse pisotear. Que poner límites no es falta de amor, sino una forma de cuidarse a uno mismo.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto decir “basta” a quienes más queremos? ¿Cuántas veces hemos confundido generosidad con sacrificio?
¿Y vosotros? ¿Hasta dónde dejaríais llegar a vuestra familia antes de decir “no más”? ¿Es posible ser generoso sin perderse a uno mismo?