Mi hermano nunca se casó: la culpa que nadie quiere asumir

—¿Y Sergio? ¿No ha conocido a nadie todavía? —La voz de mi madre retumba en la cocina, como cada domingo, mientras remueve el cocido con una energía que sólo le sale cuando está nerviosa.

Yo, sentada frente a ella, miro el reloj. Son las dos y media y mi hermano aún no ha llegado. Siempre llega tarde, como si retrasar el momento de enfrentarse a mamá fuera su forma de resistirse a la realidad. Me encojo de hombros.

—No lo sé, mamá. ¿Por qué no se lo preguntas tú?

Ella suspira, pero no dice nada más. El silencio se instala entre nosotras, espeso y familiar. Sé que está pensando en lo mismo que yo: Sergio tiene 43 años, vive solo en un piso pequeño en Vallecas y nunca ha presentado a una pareja en casa. Mi madre lo repite como un mantra: “Con lo guapo y listo que es, no entiendo cómo sigue solo”.

Pero yo sí lo entiendo. Lo he visto crecer bajo la sombra de una madre que nunca supo soltarle la mano. Cuando éramos niños, Sergio era el hijo perfecto: notas brillantes, obediente, siempre dispuesto a ayudar en casa. Yo era la pequeña revoltosa, la que se escapaba para ir a jugar al parque con los vecinos. Pero Sergio… él nunca se atrevió a desafiarla.

Recuerdo una tarde de verano, tendría yo unos doce años y él veintidós. Estábamos en la terraza y le pregunté:

—¿No tienes ganas de irte a vivir solo?

Sergio me miró como si hubiera dicho una locura.

—¿Y dejar a mamá sola? Ni pensarlo.

Esa frase se me quedó grabada. Pasaron los años y Sergio seguía en casa, mientras yo me fui a estudiar fuera y luego a trabajar a Barcelona. Cuando volví a Madrid, él ya había conseguido su piso, pero seguía viniendo cada domingo a comer con mamá. Y cada domingo era igual: preguntas sobre novias inexistentes, indirectas sobre nietos que nunca llegarían.

Un día, harta de ver cómo mi madre le hacía sentir culpable por no cumplir sus expectativas, exploté:

—¡Mamá! ¿No te das cuenta de que le agobias? ¡Déjale vivir su vida!

Ella se ofendió y durante semanas apenas me dirigió la palabra. Sergio me llamó esa noche.

—No deberías haberle hablado así —me dijo con voz cansada—. Ya sabes cómo es.

—¿Y tú? ¿Cuándo vas a pensar en ti?

Silencio al otro lado del teléfono.

El tiempo pasó y la situación no cambió. Mi madre seguía esperando milagros y Sergio seguía atrapado en una rutina que le protegía del mundo exterior pero también le aislaba. Yo veía cómo sus amigos se casaban, tenían hijos, viajaban… y él seguía igual. A veces salía con compañeros del trabajo, pero nunca pasaba de ahí.

Una noche, después de otra comida familiar tensa, me atreví a preguntarle directamente:

—Sergio, ¿de verdad eres feliz así?

Me miró largo rato antes de contestar.

—No lo sé. Supongo que ya me he acostumbrado. Mamá siempre necesitó que estuviera cerca… Y ahora ya es tarde para cambiar.

Sentí una punzada de rabia e impotencia. ¿De verdad era tarde? ¿O simplemente nunca le habían dejado intentarlo?

La salud de mi madre empezó a empeorar hace un par de años. Ahora necesita ayuda para casi todo y Sergio es quien se encarga de ella. Yo hago lo que puedo desde mi casa y con mis hijos pequeños, pero él lleva el peso mayor. A veces pienso que mi madre ha conseguido exactamente lo que quería: tenerle siempre cerca, aunque eso signifique que él renuncie a su propia vida.

Hace poco tuvimos una conversación que aún me duele recordar. Estábamos los tres en el salón; mi madre dormía en el sillón y Sergio miraba por la ventana.

—¿Nunca te has planteado irte lejos? —le pregunté en voz baja.

Él sonrió tristemente.

—A estas alturas… ¿para qué? Ya no sabría ni por dónde empezar.

Me sentí culpable por haberme ido yo, por haberme construido una vida fuera mientras él se quedaba atrapado aquí. Pero también sentí rabia hacia mi madre, por no haberle dejado volar cuando era joven, por haberle hecho sentir responsable de su felicidad.

A veces pienso que en España somos expertos en atarnos a la familia hasta asfixiarnos. Que confundimos amor con dependencia y sacrificio con obligación. ¿Cuántos Sergios hay en este país? ¿Cuántas madres como la mía?

Hoy he decidido escribir esta historia porque necesito entenderlo y porque quiero saber si alguien más ha vivido algo parecido. ¿Es justo culpar a mi madre? ¿O cada uno somos responsables de nuestras propias decisiones?

Quizá nunca tenga respuesta. Pero al menos ahora sé que no quiero repetir el mismo patrón con mis hijos.

¿De verdad podemos romper el ciclo o estamos condenados a repetir los errores de nuestros padres? ¿Qué opináis vosotros?