Mi hija se casa con un hombre de mi edad: El dilema de una madre mexicana

—¿Por qué no puedes entenderme, mamá? —gritó Valeria, con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada por la rabia y el dolor. La taza de café temblaba en mis manos. Sentí que el mundo se me venía encima, que el aire se volvía denso y difícil de respirar.

Era una tarde lluviosa en la Ciudad de México, y el sonido de los autos mezclado con el golpeteo del agua en las ventanas parecía burlarse de mi angustia. Mi hija, mi niña, la que hace apenas unos años jugaba con muñecas en la sala, ahora me miraba como si yo fuera su enemiga.

—Valeria, por favor —le supliqué—. No es que no quiera entenderte, es que… ¡Mauricio podría ser tu padre! ¡Tiene mi edad! ¿No ves lo extraño que es todo esto?

Ella me miró con una mezcla de desafío y tristeza. —No es mi culpa que tú y papá hayan dejado de amarse hace años. Mauricio me escucha, me entiende… Me hace sentir viva.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Era eso cierto? ¿Habíamos dejado de amarnos, Ernesto y yo? ¿Había sido tan evidente para Valeria? Miré a mi esposo, sentado en el sillón, con la mirada perdida en el suelo. No dijo nada. Su silencio era más doloroso que cualquier palabra.

Mauricio apareció en nuestras vidas como un amigo más del grupo de Ernesto. Siempre fue simpático, atento, el alma de las reuniones familiares. Nunca imaginé que detrás de sus bromas y su sonrisa se escondía un interés por mi hija. Cuando Valeria me lo confesó, sentí náuseas. ¿Cómo podía alguien que compartió tantas comidas en nuestra mesa mirar así a mi niña?

—Patricia —me dijo Ernesto esa noche, cuando Valeria se encerró en su cuarto—. No podemos detenerla. Si la obligamos a elegir, la vamos a perder.

—¿Y si se equivoca? ¿Y si termina sufriendo? —le respondí con la voz ahogada.

Él suspiró. —Todos nos equivocamos alguna vez. Pero es su vida.

No dormí esa noche. Recordé cuando Valeria nació: sus manitas diminutas aferrándose a mi dedo, su primer día de escuela, sus lágrimas cuando le rompieron el corazón por primera vez. Siempre quise protegerla del dolor, pero ahora sentía que estaba a punto de lanzarse al abismo y yo no podía hacer nada.

Al día siguiente, Mauricio vino a casa. Se sentó frente a nosotros con una seguridad que me irritaba.

—Sé que esto es difícil para ustedes —dijo—. Pero amo a Valeria y quiero hacerla feliz.

—¿Y no te parece egoísta? —le espeté—. ¿No piensas en lo que ella va a perder? Sus amigos ya la están juzgando, la familia habla a sus espaldas…

Mauricio bajó la mirada. —La gente siempre habla, Patricia. Pero yo no le he prometido nada que no pueda cumplir.

Valeria entró en ese momento y se sentó junto a él, tomándole la mano. Vi en sus ojos una mezcla de miedo y determinación.

—Mamá, papá… Yo sé que esto es raro para ustedes. Pero yo lo amo. Y si no pueden aceptarlo…

Sentí que me faltaba el aire. ¿De verdad estaba dispuesta a alejarse de nosotros por este hombre?

Las semanas pasaron entre silencios incómodos y discusiones a media voz. Mi hermana Lucía me llamó un día para decirme que toda la familia estaba hablando del tema.

—¿Cómo permitiste esto? —me reclamó—. ¿No te das cuenta del escándalo?

Me sentí sola, juzgada, incomprendida. En el trabajo apenas podía concentrarme; mis compañeras murmuraban cuando pasaba cerca. En el mercado, las vecinas me miraban con lástima o con morbo.

Una tarde, mientras preparaba la cena, Valeria se acercó a mí.

—Mamá… ¿Alguna vez te enamoraste de alguien prohibido?

Me sorprendió su pregunta. Recordé a Javier, mi primer amor, aquel chico del barrio al que mis padres nunca aceptaron porque era «demasiado pobre» para mí.

—Sí —le respondí en voz baja—. Y sufrí mucho por eso.

Ella asintió. —Entonces entiendes cómo me siento.

La abracé fuerte, sintiendo su corazón latir acelerado contra mi pecho.

El día del compromiso llegó rápido. La familia estaba dividida: algunos apoyaban a Valeria por amor, otros murmuraban sobre lo inapropiado del asunto. Mi madre ni siquiera quiso venir.

Durante la fiesta, vi a Valeria reír como hacía tiempo no lo hacía. Mauricio la miraba con ternura; por un momento quise creer que todo estaría bien.

Pero al final de la noche, cuando todos se fueron y quedamos solos en casa, no pude evitar preguntarme si había hecho lo correcto al no oponerme más firmemente.

Esa noche lloré en silencio junto a Ernesto. Él me tomó la mano y susurró:

—Tal vez solo nos queda confiar en ella.

Hoy escribo esto mientras escucho los preparativos para la boda desde mi habitación. Mi hija está a punto de empezar una vida que yo nunca habría elegido para ella.

¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Es mejor proteger o dejar volar? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?