Mi hija ya no es la misma: el aniversario que lo cambió todo

—¿De verdad no vas a venir, Lucía? —le pregunté con la voz temblorosa, apretando el móvil como si pudiera transmitirle mi angustia a través del plástico.

Al otro lado, el silencio. Solo escuchaba el murmullo de fondo de una televisión, quizá la de su salón en Madrid. Finalmente, su voz llegó, fría y distante:

—Mamá, ya te lo he dicho. No podemos. Sergio tiene una reunión importante y yo… tengo cosas que hacer aquí.

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Cosas que hacer? ¿Más importantes que el aniversario de su padre? Antonio me miró desde la mesa del comedor, sus ojos cansados suplicando que no insistiera más. Pero no podía evitarlo. No después de todo lo que habíamos hecho por ella.

—Lucía, tu padre te echa de menos. Yo también. Solo pedimos una tarde…

—Mamá, por favor. No empieces otra vez —me cortó, y colgó antes de que pudiera decir nada más.

Me quedé mirando el teléfono, sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. Antonio se levantó y me abrazó en silencio. Noté cómo sus manos temblaban ligeramente. Él siempre había sido el fuerte, el que mantenía la calma cuando yo perdía los nervios. Pero esta vez estaba tan herido como yo.

—Déjala, Carmen —susurró—. Ya es mayor. Tiene su vida.

Pero yo no podía dejarlo pasar. No después de ver cómo Sergio, ese hombre al que nunca acepté del todo, se había llevado a mi hija lejos de nosotros. Desde que se casaron hace dos años, Lucía había cambiado. Ya no venía los domingos a comer cocido, ya no me llamaba para contarme sus problemas del trabajo o para pedirme recetas. Ahora todo era Sergio: «Sergio dice esto», «Sergio prefiere lo otro», «Sergio no quiere que viajemos tanto».

Recuerdo la primera vez que lo trajo a casa. Era educado, sí, pero tenía esa mirada altiva, como si estuviera evaluándonos constantemente. Mi marido intentó congeniar con él hablando de fútbol, pero Sergio apenas le siguió la conversación. Yo intenté interesarme por su familia, pero él respondía con monosílabos. Lucía parecía nerviosa, como si temiera que dijéramos algo fuera de lugar.

Desde entonces, cada encuentro era más tenso. Las comidas familiares se convirtieron en un campo de minas: cualquier comentario podía provocar una discusión. La última vez que vinieron, Sergio criticó el vino que habíamos comprado para la cena:

—En casa solemos tomar Rioja reserva —dijo, mirando la etiqueta con desdén.

Lucía se apresuró a disculparse por nosotros, como si fuéramos unos ignorantes. Me dolió más de lo que quise admitir.

Pero lo peor fue cuando Lucía empezó a distanciarse de sus amigas de toda la vida. Marta y Elena me llamaron preocupadas:

—Carmen, ¿sabes algo de Lucía? Hace semanas que no responde a los mensajes.

No supe qué decirles. Yo tampoco entendía qué le pasaba a mi hija. ¿Era Sergio quien la alejaba de todos? ¿O era ella quien había decidido empezar de cero?

La gota que colmó el vaso fue el aniversario de Antonio. Habíamos preparado una pequeña reunión en casa: solo la familia más cercana y algunos amigos de toda la vida. Hice su plato favorito —bacalao al pil-pil— y decoré el salón con fotos antiguas. Antonio estaba ilusionado; llevaba semanas hablando del día en que Lucía vendría con Sergio y quizá nos darían una buena noticia.

Pero la llamada de Lucía lo arruinó todo.

Esa noche, después de que todos se marcharan y la casa quedara en silencio, Antonio se sentó en el sofá y se quedó mirando una foto de Lucía cuando era niña: sonriente, con los dientes torcidos y las rodillas llenas de heridas.

—¿En qué momento dejamos de ser importantes para ella? —me preguntó con voz rota.

No supe qué responderle. Me senté a su lado y lloramos juntos.

Los días siguientes fueron una tortura. No podía dejar de pensar en Lucía: ¿estaría bien? ¿Sería feliz? ¿O estaría atrapada en una relación donde no podía ser ella misma? Intenté llamarla varias veces más, pero siempre encontraba una excusa para no hablar conmigo.

Una tarde, decidí ir a Madrid sin avisarles. Cogí el AVE y llegué a su portal al anochecer. Llamé al timbre y esperé con el corazón desbocado.

—¿Mamá? ¿Qué haces aquí? —Lucía abrió la puerta sorprendida.

—Tenía que verte —le dije—. No podía esperar más.

Sergio apareció detrás de ella, serio como siempre.

—¿Ha pasado algo? —preguntó sin mirarme a los ojos.

—Solo quería ver a mi hija —respondí, intentando mantener la calma.

Lucía me invitó a pasar, pero noté la tensión en el ambiente. La casa estaba impecable, demasiado ordenada para mi gusto. Nos sentamos en el salón y durante unos minutos solo se escuchaba el tic-tac del reloj.

—Mamá, tienes que entenderlo —dijo Lucía finalmente—. Mi vida ha cambiado. Tengo otras prioridades ahora.

—¿Y nosotros? ¿Ya no somos tu familia?

Sergio intervino:

—Carmen, Lucía necesita espacio para crecer. No puedes estar encima todo el tiempo.

Sentí ganas de gritarle que él no tenía derecho a decirme cómo debía querer a mi hija. Pero me contuve por Lucía.

—Solo quiero saber si eres feliz —le dije mirándola a los ojos.

Lucía bajó la mirada y jugueteó con sus manos.

—Estoy bien —susurró—. Solo necesito tiempo para adaptarme a todo esto.

Me marché esa noche sintiéndome más sola que nunca. En el tren de vuelta a casa, repasé cada palabra, cada gesto, buscando señales de mi antigua Lucía. ¿Dónde estaba esa niña risueña que corría por el parque? ¿En qué momento se convirtió en esta mujer distante?

Ahora escribo estas líneas porque necesito desahogarme. Porque siento que he perdido a mi hija y no sé si algún día volverá a ser la misma. ¿Es culpa mía por no aceptar sus decisiones? ¿O es culpa suya por dejarse llevar por alguien que no la valora como merece?

A veces me pregunto: ¿cuándo dejamos los padres de ser necesarios para nuestros hijos? ¿Es posible recuperar lo perdido o solo nos queda aprender a vivir con esta ausencia?