Navidad en la habitación 214: La historia de Marcos
—Mamá, ¿crees que Papá Noel sabe dónde estoy? —pregunté, con la voz ronca y la mascarilla apretada sobre la cara. Mi madre me miró, sus ojos brillando más por el cansancio que por la esperanza, y me acarició el pelo, ese poco que aún me quedaba tras la quimio.
—Claro que sí, Marcos. Papá Noel sabe encontrar a los niños valientes, aunque estén en la habitación 214 del Hospital General de Madrid —me respondió, forzando una sonrisa que se quebró en los bordes.
Yo tenía nueve años cuando todo empezó. Un dolor en las piernas, fiebre que no bajaba y, de repente, palabras que nunca había escuchado: leucemia linfoblástica aguda. Mi padre, Antonio, dejó de ir al bar con sus amigos. Mi hermana Lucía dejó de protestar por tener que compartir habitación conmigo. Y mi madre, Carmen, dejó de dormir.
Pero lo peor llegó en noviembre, cuando el COVID entró en el hospital como un ladrón silencioso. Una enfermera tosió en el pasillo y, días después, yo tenía fiebre otra vez. Recuerdo a los médicos entrando con trajes blancos, como astronautas tristes. Recuerdo a mi madre llorando por teléfono porque no podía quedarse conmigo toda la noche. Recuerdo el miedo, ese miedo pegajoso que se te mete en los huesos y no te deja respirar.
—Marcos, cariño, tienes que ser fuerte —me decía mi abuela Rosario por videollamada—. Cuando salgas de ahí te haré tus croquetas favoritas.
Pero yo no quería croquetas. Quería volver al cole, correr por el parque del Retiro con Lucía, ver a mi padre discutir con el vecino sobre el Atleti. Quería mi vida de antes.
La Navidad se acercaba y el hospital intentaba disfrazar la tristeza con guirnaldas y árboles de plástico. Las enfermeras ponían villancicos en sus móviles y los médicos llevaban gorros rojos sobre las mascarillas. Pero todos sabíamos que este año era diferente.
Una tarde, mientras miraba por la ventana cómo caía una lluvia fina sobre Madrid, escuché a mis padres discutir en el pasillo:
—Carmen, no podemos seguir así. Lucía está sola en casa todo el día. Yo tengo que trabajar y tú… —la voz de mi padre temblaba— tú no puedes estar en dos sitios a la vez.
—¿Y qué hago? ¿Dejo a Marcos solo aquí? ¿Le digo que su madre prefiere estar con su hermana? —respondió mi madre, ahogada por las lágrimas.
Me tapé los oídos con la almohada. Odiaba ser el problema. Odiaba ver a mis padres rotos por mi culpa.
Esa noche soñé con mi abuelo Paco, que murió antes de que yo naciera. En el sueño me decía: “Marcos, la vida es como un partido del Atleti: hay que luchar hasta el último minuto”.
El día de Nochebuena llegó y yo seguía aislado. No podía recibir visitas salvo una persona al día. Mi madre se turnó con mi padre para estar conmigo unas horas cada uno. Lucía me mandó un dibujo: un Papá Noel con mascarilla y un saco lleno de medicinas.
A las ocho de la tarde, una enfermera llamada Pilar entró con una guitarra:
—¿Te apetece cantar un villancico conmigo? —me preguntó.
Yo asentí y empezamos con “Los peces en el río”. Pronto se unieron otras voces desde las habitaciones vecinas. Por un momento, sentí que no estaba solo.
Después llegó mi padre con una caja envuelta en papel azul:
—Esto es de parte de todos los vecinos del bloque —me dijo—. Han hecho una colecta para comprar juguetes para los niños del hospital.
Abrí la caja y encontré un balón firmado por todos mis amigos del cole y una carta:
“Marcos, eres nuestro campeón. Te esperamos para jugar el partido más importante”.
Lloré. Lloré como nunca antes había llorado. No por tristeza, sino porque sentí que, aunque estuviera encerrado entre cuatro paredes blancas, había un mundo entero fuera esperando por mí.
Esa noche, mientras escuchaba a mi madre rezar bajito junto a mi cama, le pregunté:
—Mamá, ¿y si no salgo nunca de aquí?
Ella me miró fijamente y me dijo:
—Saldrás, Marcos. Porque eres más fuerte que todo esto. Porque tienes una familia que te quiere y porque hay demasiada gente esperando verte correr otra vez.
La Navidad pasó entre análisis de sangre y videollamadas familiares. Pero también pasó entre risas con las enfermeras, cartas de amigos y promesas de volver a casa pronto.
En enero me dieron el alta. Salí del hospital con menos pelo pero con más ganas de vivir que nunca. Mis padres se abrazaron llorando en la puerta y Lucía me saltó encima como si fuera un héroe.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Por qué tuve que pasar por todo esto? ¿Por qué unos niños se curan y otros no? ¿Qué significa ser valiente cuando tienes miedo todos los días?
¿Y vosotros? ¿Qué haríais si vuestra familia se rompiera por culpa de una enfermedad? ¿Cómo encontraríais esperanza cuando todo parece perdido?