Perdón en el colectivo: Una disculpa que cambió mi vida
—¡Oye, fíjate por dónde caminas!— gritó la señora de cabello canoso, apretando su bolsa contra el pecho como si yo fuera un ladrón. El colectivo iba tan lleno esa mañana que apenas podía respirar. El sudor de los cuerpos apretados, el olor a pan dulce y café barato, y el rechinar de los frenos me tenían al borde del colapso. Yo solo quería llegar a tiempo al trabajo, pero el destino tenía otros planes.
Había pisado sin querer el pie de una muchacha sentada junto a la ventana. Su nombre, supe después, era Mariana. Llevaba una blusa azul y unos audífonos enormes que la aislaban del mundo. Me incliné torpemente para disculparme.
—Perdón, no fue mi intención— murmuré, esperando que me ignorara como todos en la ciudad.
Pero Mariana se quitó un audífono y me miró con una mezcla de sorpresa y enojo.
—¿Perdón? ¿Eso crees que basta?— Su voz era clara, fuerte, y de inmediato sentí las miradas clavándose en mi nuca. El chofer bajó el volumen de la radio y hasta el vendedor ambulante dejó de ofrecer sus chicles.
—De verdad, lo siento mucho— insistí, sintiendo cómo el calor subía por mi cuello. Mi madre siempre decía que pedir perdón era de valientes, pero en ese momento solo quería desaparecer.
Mariana soltó una carcajada amarga.
—Claro, como si un “lo siento” arreglara todo. ¿Sabes cuántas veces he escuchado eso esta semana?—
No supe qué responder. El silencio era tan denso que hasta los niños dejaron de pelear por la ventana. Sentí que todos esperaban mi reacción, como si fuera el protagonista de una telenovela barata.
—¿Qué más quieres que haga?— pregunté, casi suplicando.
Ella me miró fijamente. Sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas y rabia acumulada.
—Quiero que la gente deje de pasar por encima de los demás como si no existiéramos. Quiero que alguien me vea, aunque sea solo por un segundo.—
El colectivo arrancó de nuevo y casi caigo sobre ella. Un señor con sombrero murmuró algo sobre “la juventud de ahora”, mientras una señora con uniforme de limpieza me lanzó una mirada comprensiva.
Me senté a su lado, aunque sabía que estaba invadiendo su espacio. No podía irme sin decir algo más.
—No sé por qué estás tan enojada, pero te juro que no fue mi intención lastimarte.—
Mariana suspiró y se limpió una lágrima antes de volver a ponerse los audífonos. Yo me quedé ahí, sintiéndome más solo que nunca entre la multitud.
El resto del viaje fue un suplicio. Cada vez que alguien subía o bajaba, sentía que todos me juzgaban. Recordé las veces que mi padre me gritaba por ser torpe, por no “saber estar en el mundo”. Siempre fui el raro, el que pedía permiso y decía gracias en una ciudad donde nadie tiene tiempo para la cortesía.
Al bajar del colectivo en Insurgentes, Mariana se detuvo junto a mí.
—Oye…— dijo en voz baja.— Perdón por gritarte. Es solo que… hoy todo me pesa.—
La miré sorprendido. No esperaba esa disculpa. Nos quedamos parados unos segundos entre el ruido de los motores y los gritos de los vendedores ambulantes.
—¿Quieres un café?— le pregunté sin pensarlo mucho.
Ella dudó un momento, pero asintió. Caminamos juntos hasta un puesto donde vendían café de olla y pan dulce. Nos sentamos en la banqueta y compartimos silencios incómodos hasta que Mariana habló.
—Mi mamá está enferma y yo soy la única que la cuida. Trabajo en dos lugares y apenas me alcanza para pagar las medicinas. Hoy casi me corren porque llegué tarde… otra vez.—
Sentí un nudo en la garganta. Pensé en mi propia madre, en cómo luchaba cada día para mantenernos a flote después de que mi papá nos dejó por otra familia.
—A veces siento que nadie ve todo lo que hago… ni siquiera yo mismo.— confesé.
Mariana sonrió tristemente.
—Supongo que todos cargamos algo.—
El café se enfrió entre nuestras manos mientras veíamos pasar la vida a toda velocidad. Por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien realmente me escuchaba.
Cuando nos despedimos, Mariana me abrazó brevemente.
—Gracias por no irte.—
Caminé hacia mi trabajo con el corazón apretado pero ligero. Pensé en lo fácil que es juzgar a los demás sin conocer su historia, en cómo una disculpa puede ser el inicio de algo más grande si nos atrevemos a mirar más allá del momento incómodo.
Esa noche, al llegar a casa, abracé a mi madre con fuerza. Ella me miró sorprendida y preguntó si todo estaba bien.
—Hoy aprendí que todos necesitamos ser vistos, aunque sea solo por un instante.—
¿Alguna vez han sentido que nadie los ve? ¿Que una disculpa puede ser mucho más que palabras? Los leo…