Puerta cerrada: el día que mi hijo no me dejó entrar
—¡Álvaro! ¡Álvaro, hijo, abre la puerta, por favor!—. Golpeé con suavidad primero, luego con más fuerza. El rellano olía a lejía y a domingo, y el eco de mis golpes retumbaba en la escalera vacía. Sentía el peso de las bolsas en las manos: el rosado aún caliente, el pan recién hecho, el sernik que tanto le gustaba. Me temblaban los dedos. Miré la mirilla, esperando ver su sombra moverse al otro lado. Nada.
No era la primera vez que discutíamos, pero nunca había llegado a esto. Siempre pensé que, por mucho que se enfadara, yo seguía siendo su madre. ¿No dicen eso en todas partes? Que una madre es para siempre. Pero ahí estaba yo, en el portal de su piso en Vallecas, con el corazón encogido y la garganta seca.
Recordé la última conversación que tuvimos. Fue hace dos semanas, en mi cocina. Él se quejaba de que yo me metía demasiado en su vida. Que si le llamaba todos los días, que si le preguntaba por su trabajo, por su novia nueva —esa tal Lucía—. Yo solo quería saber si estaba bien. ¿Eso es tan malo? Pero él se levantó de la mesa y me gritó:
—¡Mamá, tienes que dejarme vivir! ¡No soy un niño!
Me quedé sola con los platos sucios y el eco de sus palabras. Pensé que se le pasaría. Siempre se le pasaba.
Pero hoy no abrió la puerta.
Me senté en el escalón, con las bolsas a mi lado. Sentí cómo me ardían los ojos. Pensé en todo lo que había hecho por él desde que era pequeño: los inviernos sin calefacción cuando su padre nos dejó, las noches sin dormir cuando tenía fiebre, los cumpleaños en los que me inventaba regalos porque no llegábamos a fin de mes. ¿Y ahora? Ahora ni siquiera merecía un buenos días.
Escuché pasos en el pasillo. Era la vecina del tercero, doña Carmen.
—¿Te encuentras bien, Mercedes?—me preguntó con esa voz de cigarro y café.
—Sí… bueno… Estoy esperando a mi hijo—respondí, intentando sonreír.
Ella miró las bolsas y luego a mí. No dijo nada más, pero entendí en sus ojos una mezcla de lástima y resignación. En este barrio todos saben lo que pasa en cada casa.
Me levanté y volví a llamar al timbre. Esta vez escuché movimiento dentro. Mi corazón dio un brinco.
—Álvaro, por favor… Solo quiero darte esto. No tienes ni que abrir del todo si no quieres—dije casi susurrando.
Silencio. Luego una voz apagada detrás de la puerta:
—Mamá, vete a casa. No quiero hablar hoy.
Me quedé helada. No reconocía ese tono en su voz: frío, distante, como si yo fuera una extraña.
—Pero hijo… He traído tu comida favorita. El sernik…
—No quiero nada. Déjalo ahí si quieres.—Y escuché cómo se alejaba.
Me apoyé contra la pared y sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿En qué momento perdí a mi hijo? ¿Fue cuando empecé a llamarle cada noche para preguntarle si había cenado? ¿O cuando le dije que Lucía no me parecía buena para él? ¿O simplemente porque no sé estar sola?
Recordé cuando era pequeño y venía corriendo del colegio con los pantalones rotos y las rodillas llenas de tierra. Siempre me abrazaba fuerte y me decía: «Mamá, eres la mejor». Ahora ni siquiera quería verme.
Saqué el móvil y marqué su número. Sonó una vez, dos veces… hasta que saltó el buzón de voz.
—Álvaro… soy yo… Solo quería verte un rato. Si necesitas espacio lo entiendo… pero recuerda que aquí estoy siempre.—Colgué antes de empezar a llorar.
Me quedé allí sentada un buen rato, viendo cómo pasaban los vecinos con sus bolsas del Mercadona, saludando deprisa para no tener que pararse a hablar. El sol entraba por la ventana del portal y hacía brillar las lágrimas en mis mejillas.
Pensé en volver a casa y comer sola el rosado y el pan caliente. Pero no tenía hambre. Solo quería entender qué había hecho mal.
De repente escuché pasos rápidos bajando las escaleras. Era Lucía. Me miró sorprendida.
—¿Mercedes? ¿Está usted bien?
Intenté recomponerme.
—Solo venía a traerle comida a Álvaro… pero parece que hoy no quiere verme.
Lucía dudó un momento y luego se sentó a mi lado.
—No está enfadado con usted… Está pasando una mala racha en el trabajo y no sabe cómo pedir ayuda.—Me miró con ternura.—A veces necesita un poco de espacio para aclararse.
Sentí una mezcla de alivio y tristeza. ¿Por qué no podía decírmelo él mismo? ¿Por qué tenía que enterarme por su novia?
Lucía me cogió la mano.
—Dele tiempo. Seguro que pronto la llama.—Se levantó y entró al piso dejando la puerta entreabierta tras de sí.
Me quedé mirando esa puerta como si fuera un abismo imposible de cruzar.
Al final dejé las bolsas junto al felpudo y bajé las escaleras despacio, sintiendo cada peldaño como una derrota.
Al llegar a la calle respiré hondo y miré al cielo gris de Madrid. Me pregunté si algún día volveríamos a ser como antes o si este silencio sería ya para siempre parte de nuestra historia.
¿Hasta dónde debe llegar una madre para cuidar a su hijo sin perderse a sí misma? ¿Cuándo es mejor dejar ir y confiar en que volverá solo?