Puertas que se cierran: el día que mi suegra se marchó

—¿Así es como recibes a mi madre? —La voz de Sergio retumbó en la cocina, aún vibrando en el aire tras el portazo que acababa de dar su madre, Carmen. Yo seguía allí, con la cuchara en la mano y el café a medio remover, sintiendo cómo el silencio se volvía cada vez más pesado.

No era la primera vez que Carmen venía sin avisar. Desde que me casé con Sergio, hace ya cinco años, las visitas inesperadas se habían convertido en una especie de tradición no escrita. Pero esa tarde de noviembre, con la lluvia golpeando los cristales y el olor a lentejas aún flotando en el ambiente, todo fue distinto.

Carmen entró con su abrigo empapado, dejando un rastro de agua en el pasillo. Me saludó con un beso frío en la mejilla y una mirada rápida al reloj de pared. —¿Está Sergio? —preguntó, sin apenas mirarme. Le dije que estaba a punto de llegar del trabajo y que podía esperarle si quería. Me limité a seguir cocinando, pensando que, como siempre, se sentaría en el sofá y encendería la tele.

Pero no. Se quedó de pie en la entrada de la cocina, observándome en silencio. Yo sentía su mirada clavada en mi nuca mientras removía las lentejas. Pensé en ofrecerle algo, pero la costumbre —o quizá el orgullo— me frenó. «Si quiere algo, que lo pida», pensé. Al fin y al cabo, nunca he sido buena fingiendo hospitalidad cuando no la siento.

Pasaron cinco minutos eternos. De repente, Carmen suspiró fuerte, se giró y salió del piso con un portazo tan seco que hizo temblar los platos del escurridor. Me quedé paralizada. Ni un adiós, ni una palabra más.

Sergio llegó poco después, empapado también por la lluvia y con cara de cansancio. Apenas le conté lo sucedido cuando su expresión cambió por completo.

—¿No le has ofrecido ni un café? ¿Ni un vaso de agua? —me reprochó, alzando la voz más de lo habitual.

—Sergio, ha estado aquí cinco minutos y ni siquiera se ha quitado el abrigo —intenté justificarme.

—¡Es mi madre! —gritó—. ¿Tanto te cuesta ser amable?

Sentí cómo la rabia me subía por dentro. No era justo. Siempre he intentado llevarme bien con Carmen, pero ella nunca ha dejado de tratarme como una extraña. Recuerdo la primera Navidad juntos: me pasé días preparando una cena especial y ella apenas probó bocado, criticando el punto de sal y comparando todo con «cómo lo hacía su madre».

A veces pienso que nunca le gusté del todo. Que para ella siempre seré «la chica de provincias» que le robó a su hijo único. En los cumpleaños de Sergio, siempre me recuerda que él prefiere la tarta de manzana «como la de casa». Cuando nació nuestra hija Lucía, Carmen apareció con una lista interminable de consejos no solicitados y críticas veladas sobre mi forma de criarla.

Pero lo peor es su capacidad para guardar rencor. Puede pasar semanas sin hablarme si siente que la he ofendido. Luego vuelve como si nada, pero yo sé que cada pequeño desaire se va acumulando en algún rincón oscuro de su memoria.

Aquella noche, después de discutir con Sergio, me encerré en el baño y lloré en silencio. No era solo por Carmen; era por todo lo que implicaba: sentirme siempre a prueba, como si tuviera que ganarme mi lugar en una familia que nunca me aceptará del todo.

Al día siguiente, Carmen no contestó a mis mensajes ni a mis llamadas. Sergio estaba frío conmigo y Lucía preguntaba por qué la abuela no venía a buscarla al colegio como cada jueves.

Pasaron los días y el ambiente en casa era irrespirable. Sergio apenas me hablaba y yo sentía que cualquier cosa podía desencadenar otra discusión. Empecé a dudar de mí misma: ¿debería haberle ofrecido ese café? ¿Estoy siendo demasiado orgullosa?

Una tarde, mientras recogía los juguetes del salón, escuché a Sergio hablando por teléfono con Carmen:

—Mamá, tienes que entenderla… No fue a propósito…

No pude evitar escuchar cómo él intentaba mediar entre nosotras, pero también cómo Carmen insistía en que «no es tan difícil ser educada» y que «en mi casa eso nunca habría pasado».

Esa noche, cuando Sergio colgó, me miró con cansancio:

—No sé qué más hacer… Sois las dos igual de cabezotas.

Me dolió oírlo. Porque yo solo quería sentirme parte de su vida, no una intrusa permanente.

El domingo siguiente decidí ir a casa de Carmen para hablar cara a cara. Llevé una tarta de manzana comprada en la pastelería del barrio —sabía que no sería igual que la suya— y llamé al timbre con el corazón encogido.

Me abrió la puerta con gesto serio. Nos sentamos en el salón sin apenas mirarnos.

—Carmen —empecé—, siento si te hice sentir mal el otro día. No fue mi intención.

Ella suspiró y bajó la mirada:

—A veces siento que no quieres formar parte de esta familia…

Me quedé callada unos segundos antes de responder:

—A veces yo también lo siento así… Pero quiero intentarlo.

No hubo abrazos ni lágrimas, solo un silencio incómodo mientras partíamos la tarta y compartíamos un café amargo. Pero al menos era un comienzo.

Ahora han pasado semanas desde aquel día. Las cosas siguen siendo difíciles; Carmen sigue guardando silencios largos y Sergio intenta mediar sin mucho éxito. Pero yo he aprendido algo: a veces las puertas se cierran para obligarnos a buscar otra entrada.

¿Alguna vez habéis sentido que por mucho que os esforcéis nunca seréis suficientes para alguien? ¿Vale la pena seguir intentándolo o hay puertas que es mejor dejar cerradas?