Soledad en la Ciudad: Entre la Libertad y el Vacío
—¿Otra vez sola, Camila? —me preguntó la portera, Doña Rosa, mientras yo forcejeaba con las llaves en la puerta del edificio. Su voz era una mezcla de lástima y curiosidad, como si cada vez que me veía llegar sin compañía confirmara una sospecha que tenía sobre mí.
No respondí. Solo sonreí con esa sonrisa automática que uno aprende a poner en la ciudad para no mostrar debilidad. Subí los tres pisos hasta mi departamento, escuchando el eco de mis pasos y el zumbido lejano del tráfico en Insurgentes. Al cerrar la puerta, el silencio me golpeó con fuerza. Era un silencio pesado, casi tangible, que me recordaba que, aunque vivía rodeada de millones, estaba completamente sola.
Cuando llegué a la Ciudad de México desde Mérida, hace dos años, sentí que por fin podía respirar. Nadie me preguntaba a qué hora llegaba ni con quién salía. Mi mamá lloró cuando me despedí en el aeropuerto, y mi papá solo me abrazó fuerte, como si quisiera retenerme un poco más. «Cuídate mucho, hija. La ciudad es dura», me dijo. Yo solo pensaba en la libertad.
Al principio, todo era novedad: los tacos al pastor a las dos de la mañana, los museos gratuitos los domingos, el bullicio interminable del metro. Pero pronto la emoción se fue desvaneciendo y quedó solo la rutina: trabajo, casa, supermercado, casa. Las llamadas con mi familia se hicieron menos frecuentes; mis amigas de Mérida tenían sus propias vidas y los mensajes se fueron espaciando hasta volverse saludos de cumpleaños.
Una noche, después de un día especialmente largo en la oficina —soy diseñadora gráfica en una agencia donde nadie se conoce realmente—, me senté frente a la ventana con una taza de café frío. Desde ahí veía las luces de los edificios y los coches que nunca dejaban de pasar. Me pregunté si alguien más allá de esas ventanas sentía lo mismo que yo: ese hueco en el pecho que ni el Netflix ni las redes sociales lograban llenar.
Mi vecina, Mariana, era una joven abogada de Oaxaca. Nos cruzábamos a veces en el pasillo y compartíamos saludos tímidos. Un día nos encontramos en la lavandería del edificio.
—¿Tú también lavas los domingos? —me preguntó con una sonrisa cansada.
—Sí… Es cuando menos gente hay —respondí.
Nos sentamos juntas a esperar que terminara el ciclo de lavado. Mariana me contó que llevaba seis meses en la ciudad y que extrañaba el olor del pan recién horneado de su pueblo. Yo le confesé que a veces sentía que mi departamento era una jaula.
—A veces pienso que la independencia es solo otra forma de estar sola —dije sin querer.
Ella asintió y suspiró:
—Aquí todos estamos solos, pero nadie lo dice.
Esa noche intercambiamos números y prometimos vernos para cenar algún día. Pero los días pasaron y ninguna llamó a la otra. La vida en la ciudad tiene esa extraña capacidad de tragarse las buenas intenciones.
Un sábado por la tarde, mientras hacía fila en el Oxxo para comprar leche, escuché a una señora mayor discutir con el cajero porque no le alcanzaba para pagar su mandado. Sin pensarlo, le ofrecí pagarle lo que faltaba. Ella me miró sorprendida y luego me abrazó fuerte.
—Dios te bendiga, hija. Hace mucho que nadie me ayuda —me dijo con lágrimas en los ojos.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me abrazó así? ¿Cuándo fue la última vez que yo abracé a alguien sin miedo?
Esa noche llamé a mi mamá. Hablamos casi una hora. Me contó del calor insoportable en Mérida, de cómo mi papá había plantado un árbol nuevo en el patio y de mi hermana menor, que estaba por graduarse. Yo le hablé poco de mi vida; no quise preocuparla con mis tristezas.
Colgué sintiéndome aún más sola. Me di cuenta de que había construido muros tan altos a mi alrededor que ni siquiera mi familia podía ver lo que pasaba dentro.
Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías: trabajo remoto desde casa, comida recalentada, mensajes sin respuesta en WhatsApp. Un domingo por la tarde recibí un mensaje inesperado de Mariana:
—¿Te gustaría ir al parque mañana? Llevo semanas queriendo salir y no tengo con quién.
Acepté sin pensarlo mucho. Al día siguiente caminamos juntas por el Parque México. Hablamos de nuestras familias, del miedo a enfermarnos solas, del costo absurdo de los departamentos y del sueño recurrente de volver algún día al sur.
—¿Por qué será tan difícil hacer amigos aquí? —le pregunté mientras veíamos a unos niños jugar fútbol.
—Porque todos tenemos miedo de mostrar nuestras heridas —respondió Mariana.
Esa tarde reímos juntas por primera vez desde que llegué a la ciudad. Sentí un alivio extraño, como si una parte del peso se hubiera ido.
Poco a poco empezamos a vernos más seguido: películas en mi departamento, cenas improvisadas con lo poco que había en el refri, caminatas sin rumbo por la colonia Condesa. Descubrimos que no éramos las únicas: conocimos a Javier, un músico colombiano que tocaba en los vagones del metro; a Lucía, una estudiante peruana que trabajaba en una cafetería; a Daniel y Fernanda, una pareja argentina que vendía empanadas caseras para sobrevivir.
Cada uno tenía su propia historia de soledad y esperanza. Nos fuimos convirtiendo en una pequeña familia improvisada dentro del caos citadino. Aprendimos a celebrar cumpleaños juntos, a compartir las malas noticias y a reírnos de nuestras desgracias.
Pero aun así, había noches en las que el silencio regresaba y me encontraba llorando sin razón aparente. La ciudad puede ser cruel: te da todo lo que quieres pero te quita lo más importante si no tienes cuidado.
Hoy escribo esto desde mi ventana, viendo cómo cae la lluvia sobre las calles vacías. Pienso en todas las Camilas, Marianas y Javiers que viven solos en esta ciudad inmensa. Pienso en lo fácil que es perderse entre tanta gente y lo difícil que es pedir ayuda cuando uno se siente vacío.
¿Será que la verdadera independencia no está en vivir solos sino en aprender a pedir compañía cuando más lo necesitamos? ¿Cuántos más estarán esperando un simple mensaje para dejar de sentirse invisibles?