Te lo pedí solo una vez, y no lo entendiste: la historia de una madre y su hijo en Madrid

—¿Por qué no puedes entenderlo, mamá? ¡Te lo pedí solo una vez! —gritó Álvaro, su voz temblando entre la rabia y el llanto. Yo estaba de pie en el pasillo, con las manos apretadas en los bolsillos de mi bata, sintiendo cómo el suelo se abría bajo mis pies. Afuera llovía con fuerza, las gotas golpeaban los cristales del piso en Lavapiés como si quisieran entrar a presenciar el desastre.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que todo lo que hacía, cada decisión, cada sacrificio, era por él? ¿Cómo decirle que después de que su padre, Fernando, me dejó por otra mujer —una compañera del despacho, veinte años más joven—, mi mundo se redujo a protegerle a él, a no perderle también?

—Álvaro, hijo… —intenté acercarme, pero él retrocedió.

—¡No! No quiero más excusas. Solo te pedí que confiaras en mí, que no llamaras al colegio cada vez que salgo tarde. Tengo diecisiete años, mamá. ¡No soy un niño!

Supe entonces que lo había perdido. No solo a Fernando, sino también a Álvaro. Me quedé sola en el pasillo, escuchando cómo cerraba la puerta de su cuarto con un portazo. El eco retumbó en mi pecho como un disparo.

Recuerdo cuando todo empezó a desmoronarse. Fernando llegaba tarde cada vez más a menudo. Decía que era por el trabajo en el bufete, pero yo sabía que mentía. Una noche encontré un mensaje en su móvil: “¿Cenamos después de la reunión? Te echo de menos”. No era para mí. Esa noche no dormí. Cuando le enfrenté, ni siquiera negó nada. Solo recogió una maleta y se fue.

Me quedé sola con Álvaro en ese piso pequeño, con las paredes llenas de fotos familiares que ya no significaban nada. Durante meses apenas comía. Solo me levantaba para llevarle al colegio y preparar la cena. Mi vida se volvió una rutina vacía, pero él era mi razón para seguir adelante.

Intenté ser la mejor madre posible. Le apunté a clases de guitarra porque le gustaba la música; le compré libros de sus autores favoritos; le preparaba su comida preferida los domingos. Pero también me volví controladora, lo sé ahora. Tenía miedo de perderle como perdí a Fernando.

Una tarde, mientras fregaba los platos, escuché a Álvaro hablando por teléfono en voz baja:

—No puedo quedar hoy… Mi madre está otra vez rara… Sí, ya sé… Pero si salgo y no le aviso se pone histérica…

Sentí una punzada de culpa y vergüenza. ¿En qué me había convertido? ¿Era esa madre asfixiante de la que tanto me quejé cuando era joven?

Pero el miedo era más fuerte que la razón. Cuando Álvaro empezó a salir más con sus amigos del instituto —Lucía, Sergio y Marta—, yo le llamaba cada media hora. Si no respondía, llamaba a los padres de sus amigos. Una noche llegó tarde y le esperé sentada en el sofá hasta las dos de la mañana. Cuando entró por la puerta, le abracé tan fuerte que casi le asfixio.

—Mamá, por favor… —me dijo entonces—. Necesito respirar.

Pero yo no podía soltarle.

El día del ultimátum llegó tras una discusión por una fiesta a la que quería ir. Yo le dije que no confiaba en esos amigos nuevos; él me gritó que estaba cansado de vivir vigilado. Y entonces pronunció esas palabras:

—Te lo pedí solo una vez, y no lo entendiste. Ahora vete de mi casa para siempre.

Me marché esa noche con una maleta pequeña y el corazón hecho trizas. Fui a casa de mi hermana Carmen en Chamberí. Ella me recibió sin preguntas, solo con un abrazo largo y silencioso.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó al día siguiente mientras desayunábamos churros con chocolate.

—He perdido a Álvaro —susurré—. Y creo que también me he perdido a mí misma.

Carmen me obligó a salir de casa, a ir al Retiro a pasear, a apuntarme a clases de yoga con ella. Poco a poco empecé a recordar quién era antes de ser solo madre y esposa: una mujer con sueños propios, con amigas, con ganas de reírse y bailar.

Pasaron semanas sin noticias de Álvaro. Lloraba cada noche en silencio, preguntándome si estaría bien, si comería algo más que pizza congelada. Un día recibí un mensaje suyo: “¿Podemos hablar?”

Nos encontramos en una cafetería cerca del instituto. Le vi llegar: más delgado, ojeroso, pero con esa mirada suya tan intensa.

—Lo siento —me dijo nada más sentarse—. No quería echarte así… Pero necesitaba espacio.

—Yo también lo siento —le respondí—. Solo quería protegerte… Pero olvidé cómo dejarte crecer.

Nos quedamos callados un rato. Afuera seguía lloviendo.

—¿Podemos empezar de nuevo? —preguntó él al fin.

Le sonreí entre lágrimas.

Hoy vivimos separados: él con su padre entre semana; yo sola en un piso pequeño cerca del parque del Oeste. Nos vemos los domingos para comer paella y hablar de todo menos del pasado. He aprendido a soltarle poco a poco, a confiar en que encontrará su camino aunque yo no esté siempre vigilando.

A veces me pregunto si alguna vez podré perdonarme por haberle asfixiado con mi amor. O si él podrá olvidar el daño que nos hicimos sin quererlo.

¿Hasta dónde llega el amor de una madre antes de convertirse en miedo? ¿Cuándo debemos aprender a soltar para no perder lo que más queremos?