Un Día en la Cocina: Cuando Mi Esfuerzo se Encontró con su Orgullo

—¿Por qué huele a quemado, Lucía? —La voz de Tomás retumbó en el pasillo antes de que pudiera siquiera limpiar la encimera. Me giré, con el delantal manchado y las mejillas ardiendo, mientras intentaba tapar la sartén con la tapa para que no viera el desastre.

No era la primera vez que intentaba cocinar para él, pero sí la primera vez que me atrevía a hacerlo para una cena con amigos. Tomás, mi marido desde hace ocho años, era el chef estrella del restaurante más famoso del barrio de Chamberí. Yo, en cambio, apenas sabía distinguir entre el perejil y el cilantro. Pero hoy quería demostrarle que podía hacer algo especial.

—Nada, cariño, solo un pequeño accidente —mentí, forzando una sonrisa. Él se acercó y levantó la tapa. El arroz estaba pegado, la paella arruinada.

—¿Has seguido la receta que te di? —preguntó con ese tono entre paternalista y crítico que tanto odiaba.

—He intentado improvisar un poco…

—Lucía, la cocina no es para improvisar si no sabes lo que haces —sentenció, y sentí cómo se me encogía el corazón.

Me mordí el labio para no llorar. Había pasado todo el día cortando verduras, mirando tutoriales en YouTube y llamando a mi madre para pedirle consejos. Quería sorprenderle, quería que se sintiera orgulloso de mí por una vez. Pero ahí estaba él, con su delantal impoluto y su mirada de decepción.

—¿Y si pido unas pizzas? —sugirió Tomás, como si fuera lo más lógico del mundo.

—No —dije en voz baja, casi suplicando—. Por favor, déjame intentarlo otra vez.

Él suspiró y se fue al salón. Oí cómo llamaba a nuestros amigos para decirles que llegaran media hora más tarde. Me quedé sola en la cocina, luchando contra las lágrimas y el orgullo herido.

Recordé cuando nos conocimos en la universidad. Él ya cocinaba para todos; yo era la que traía las bebidas. Siempre admiré su pasión, pero nunca pensé que esa diferencia nos pesaría tanto años después.

Me puse manos a la obra otra vez. Esta vez seguí la receta al pie de la letra. Cuando Tomás volvió a entrar, me encontró removiendo el sofrito con cuidado.

—¿Quieres ayuda? —preguntó, más suave esta vez.

Negué con la cabeza. No quería que él arreglara mi desastre; quería demostrarme a mí misma que podía hacerlo.

La puerta sonó. Llegaron Marta y Sergio, nuestros amigos de toda la vida. Entraron en la cocina con risas y abrazos, pero notaron la tensión en el aire.

—¿Todo bien? —preguntó Marta, mirándome de reojo.

—Sí, solo un pequeño contratiempo culinario —respondí, intentando sonar despreocupada.

Nos sentamos a la mesa. Serví la paella con manos temblorosas. Tomás probó el primer bocado y frunció el ceño. El silencio fue insoportable.

—El arroz está un poco duro —dijo finalmente—. Y le falta sal.

Sentí que me hundía en la silla. Marta me miró con compasión; Sergio intentó cambiar de tema hablando del fútbol.

Pero entonces Tomás dejó el tenedor y me miró fijamente.

—Lucía, ¿por qué te empeñas tanto en cocinar para mí?

La pregunta me pilló desprevenida. Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.

—Porque quiero que te sientas orgulloso de mí —susurré—. Porque siempre eres tú el que brilla en la cocina y yo… yo solo quiero sentirme capaz de hacer algo bien para ti.

Tomás se levantó y vino hacia mí. Me abrazó por detrás y apoyó la barbilla en mi hombro.

—No tienes que demostrarme nada —dijo en voz baja—. Ya estoy orgulloso de ti por intentarlo una y otra vez. La cocina es solo una parte de mi vida; tú eres toda mi vida.

Marta sonrió y levantó su copa.

—Por Lucía y su valentía —brindó—. Y por los errores que nos hacen humanos.

Reímos todos juntos. Tomás se sentó a mi lado y empezó a explicarme cómo mejorar el arroz para la próxima vez. Me di cuenta de que lo importante no era impresionar a nadie, sino compartir ese momento juntos.

Esa noche aprendí que el amor no se mide en platos perfectos ni en recetas sin fallos. Se mide en los intentos, en las ganas de compartir y en la humildad de aceptar nuestras limitaciones.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos de intentarlo por miedo al juicio de quienes más queremos? ¿Y si el verdadero éxito está en atreverse a fallar delante de ellos?