Un Riñón, Dos Vidas: La Historia de Gabriel y Jessica

—Gabriel, ¿estás seguro? —La voz de mi madre temblaba mientras sostenía mi mano en la sala de espera del hospital San Juan de Dios, en el corazón de Ciudad de México. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera entrar y arrastrarnos a todos. Yo tenía 29 años y acababa de firmar el consentimiento para donar un riñón a una mujer que apenas conocía.

Jessica era solo un nombre en una lista hasta que la vi por primera vez: delgada, con los ojos grandes y cansados, sentada junto a su madre en el pasillo del hospital. Su piel tenía ese tono amarillento que da la insuficiencia renal, pero aun así sonreía. «Gracias por venir», me dijo con una voz tan suave que apenas la escuché. No sabía entonces que esa frase sería el inicio de todo.

Mi familia no lo entendía. «¿Por qué arriesgarte por alguien que no es de los tuyos?», preguntó mi hermana Lucía. «¿Y si te pasa algo? ¿Y si después te arrepientes?». Pero yo sentía que debía hacerlo. Había perdido a mi padre por una enfermedad similar y no soportaba ver a otra familia pasar por ese dolor.

La operación fue un éxito. Cuando desperté, Jessica estaba en la cama de al lado, con lágrimas en los ojos. «No sé cómo agradecerte», murmuró. Su madre me abrazó como si fuera su propio hijo. En esos días de recuperación compartimos silencios, risas nerviosas y largas conversaciones sobre la vida, los sueños y el miedo a la muerte.

Poco a poco, nuestra relación se volvió más cercana. Me invitó a su casa en Iztapalapa para celebrar su cumpleaños. Su familia me recibió con tamales y mariachi improvisado; su abuela me bendijo entre lágrimas. Yo sentía que había encontrado un lugar al que pertenecer.

Pero no todo era felicidad. Mi madre dejó de hablarme durante semanas. «Te entregaste demasiado», me reprochó cuando finalmente nos vimos. «Ahora esa muchacha te debe la vida. ¿Cómo va a pagarte eso?». Yo no quería nada a cambio, pero empecé a notar que Jessica se sentía incómoda con mi presencia constante.

Un día, mientras caminábamos por el Parque México, Jessica se detuvo en seco.
—Gabriel, ¿tú esperas algo más de mí?
Me quedé helado. No sabía cómo responderle. Había empezado a enamorarme de ella, pero también sentía culpa por ese sentimiento. ¿Era amor o solo una mezcla de gratitud y dependencia?

Las cosas se complicaron cuando Jessica empezó a salir con otro chico, Mauricio, un amigo de la universidad. Me lo contó entre lágrimas, temiendo herirme. «No quiero perder tu amistad», me dijo. Pero yo sentí que el mundo se me venía abajo.

Mi familia aprovechó para recordarme lo que había perdido: «Te sacrificaste por alguien que ni siquiera te quiere», decía Lucía con amargura. Yo intentaba convencerme de que había hecho lo correcto, pero cada vez que veía a Jessica feliz con Mauricio, una punzada de celos y tristeza me atravesaba el pecho.

La relación entre Jessica y Mauricio avanzó rápido. Me invitaron a su boda civil como testigo. Acepté por compromiso, pero esa noche lloré como nunca antes. Sentí que había dado demasiado y que ahora estaba vacío.

El tiempo pasó y nuestra comunicación se volvió esporádica. Jessica me llamaba cada aniversario del trasplante para agradecerme, pero las conversaciones eran breves y llenas de silencios incómodos.

Un día recibí una llamada urgente: Jessica estaba hospitalizada por una infección grave. Corrí al hospital y encontré a Mauricio sentado junto a su cama, sosteniéndole la mano. Me sentí fuera de lugar, como un extraño en una historia que ya no era mía.

Cuando Jessica despertó, me miró con lágrimas en los ojos.
—No sé cómo seguir adelante sin sentirme en deuda contigo —susurró—. A veces quisiera devolverte el riñón para ser libre.

No supe qué decirle. Solo atiné a tomarle la mano y decirle que su felicidad era suficiente para mí, aunque en el fondo sabía que no era cierto.

Hoy han pasado ocho años desde aquel trasplante. Jessica tiene dos hijos y una vida estable con Mauricio. Yo sigo solo, tratando de reconstruir mi vida entre trabajos temporales y visitas ocasionales al hospital para mis chequeos.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si solo busqué llenar un vacío con el sacrificio extremo. ¿Puede el amor nacer del agradecimiento o está condenado a ser una deuda eterna? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?