¿Vuelven por amor o por interés?

—¿Por qué ahora, mamá? —La voz de Álvaro retumbó en el salón, rompiendo el silencio que llevaba años instalado en mi casa.

Me quedé quieta, con las manos temblorosas sobre la mesa de madera que tantas veces había limpiado esperando, en vano, que mis hijos volvieran a casa. Miré a Álvaro y a Sergio, mis dos hijos, sentados frente a mí después de casi cinco años sin apenas una llamada. Sus rostros me resultaban familiares y ajenos a la vez, como si los hubiera visto en sueños y no en la vida real.

—¿Por qué le vas a dejar la casa a Lucía? —insistió Sergio, con ese tono que siempre usaba cuando sentía que algo le pertenecía por derecho.

No supe qué responder. Había tomado la decisión hacía meses, después de tantas Navidades sola, después de tantos cumpleaños sin una llamada suya. Lucía, mi sobrina, había estado a mi lado en cada revisión médica, en cada tarde de lluvia y soledad. Ella era la que me traía churros los domingos y me acompañaba al mercado. Mis hijos… mis hijos se habían ido. Primero a Madrid, luego a Valencia. Siempre ocupados, siempre con excusas.

—No es justo, mamá —dijo Álvaro, bajando la voz pero sin ocultar el reproche—. Somos tus hijos.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Justo? ¿Qué era justo después de tantos años de distancia? ¿Después de ver cómo la familia se desmoronaba y nadie hacía nada por reconstruirla?

—¿Y dónde estabais cuando os necesitaba? —pregunté, la voz rota por la emoción—. ¿Dónde estabais cuando papá murió y yo no podía ni levantarme de la cama?

Sergio apartó la mirada. Álvaro se removió incómodo en la silla. Por un momento, el silencio volvió a llenar el salón.

Recuerdo perfectamente el día que decidí cambiar el testamento. Fue una tarde de enero, con el frío colándose por las rendijas de las ventanas viejas. Lucía llegó con una manta y un termo de chocolate caliente. Me abrazó sin decir nada y supe que no estaba sola. En ese momento entendí que el cariño no se mide por la sangre, sino por los gestos.

Pero ahora estaban aquí mis hijos. De repente interesados en mi salud, en mis planes, en mi herencia. Me pregunté si era casualidad que su regreso coincidiera con los rumores del pueblo sobre mi decisión. En un sitio pequeño como este, las noticias vuelan más rápido que el viento.

—Mamá, no queremos discutir —dijo Sergio finalmente—. Solo queremos entender por qué nos has apartado así.

—No os he apartado yo —respondí con tristeza—. Os habéis ido vosotros.

Vi cómo se miraban entre ellos, buscando una respuesta que no llegaba. Recordé cuando eran pequeños y corrían por este mismo salón, peleándose por el mando de la tele o escondiéndose detrás del sofá para asustarme. ¿En qué momento se rompió todo?

—Lucía no es hija tuya —insistió Álvaro—. No tiene sentido que le dejes la casa.

—Lucía ha sido más hija que vosotros estos años —contesté sin poder evitarlo.

La frase quedó flotando en el aire como una sentencia. Vi lágrimas en los ojos de Sergio y sentí un nudo en la garganta. No quería hacerles daño, pero tampoco podía ignorar lo que había pasado.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando si estaba siendo injusta, si debía perdonar y olvidar todo lo que había dolido tanto tiempo. Pensé en lo que dirían mis vecinos: «Pobre Carmen, sus hijos solo han vuelto por la herencia». Pero también pensé en lo que yo sentía: miedo a equivocarme, miedo a quedarme sola otra vez.

Al día siguiente, Lucía vino temprano como siempre. Me encontró sentada en la cocina, con los ojos hinchados de tanto llorar.

—¿Qué ha pasado, tía? —preguntó preocupada.

Le conté todo entre sollozos: la visita de los chicos, sus reproches, mis dudas. Lucía me abrazó fuerte y me dijo:

—Haz lo que te dicte el corazón. Pero no permitas que nadie te haga sentir culpable por querer a quien te cuida.

Sus palabras me dieron fuerzas para enfrentarme a mis hijos otra vez. Los cité esa tarde y les hablé con el corazón en la mano:

—Os quiero —les dije—. Siempre os he querido y siempre lo haré. Pero el cariño se demuestra con hechos, no solo con palabras o con derechos heredados. Lucía ha estado aquí cuando más lo necesitaba. No puedo ignorar eso.

Álvaro rompió a llorar. Sergio intentó abrazarme pero yo estaba demasiado cansada para consolar a nadie.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Sergio entre lágrimas.

—Eso tenéis que decidirlo vosotros —respondí—. Yo ya he tomado mi decisión.

Desde entonces, la relación con mis hijos es tensa pero sincera. Han empezado a visitarme más a menudo, aunque sé que todavía hay heridas abiertas. Lucía sigue siendo mi apoyo incondicional y yo sigo preguntándome si hice bien o mal.

A veces me siento culpable por no haber sabido mantener unida a mi familia; otras veces pienso que cada uno recoge lo que siembra.

Ahora os pregunto: ¿Qué haríais vosotros en mi lugar? ¿Se puede reconstruir una familia rota o solo nos une el interés cuando hay algo material de por medio?