Entre Citas y Nietos: El Dilema de una Hija Madrileña
—¿Otra vez te vas de cena, mamá? —le pregunté mientras intentaba que Mateo, mi hijo pequeño, dejara de llorar. Eran las siete de la tarde y yo acababa de llegar del trabajo, agotada, con la camisa manchada de papilla y el móvil vibrando sin parar con mensajes del colegio de Claudia, mi hija mayor.
Carmen, mi madre, se miraba al espejo del recibidor ajustándose los pendientes. Llevaba un vestido rojo que no le había visto nunca. Sonrió con ese brillo en los ojos que yo recordaba de cuando era niña, pero que hacía años no veía.
—Lucía, cariño, solo es una cena. No te preocupes, mañana paso a ver a los niños un rato —dijo mientras se echaba perfume.
Sentí una punzada de rabia mezclada con culpa. ¿Era tan egoísta por querer que mi madre estuviera más presente? Desde que se jubiló del hospital, Carmen parecía otra persona: clases de baile, viajes a Benidorm con sus amigas, cenas con desconocidos que conocía por internet… Y yo, sola en Madrid, con dos hijos y un marido que siempre llegaba tarde del trabajo.
—Mamá, necesito ayuda. No puedo con todo —le dije casi suplicando.
Ella me miró por el espejo. Su expresión cambió apenas un segundo.
—Lucía, hija, yo ya crié a mis hijos. Ahora me toca vivir a mí —respondió bajando la voz.
La puerta se cerró y el eco de sus tacones resonó en el pasillo. Me quedé allí, con Mateo en brazos y Claudia tirando de mi falda para enseñarme un dibujo. Sentí que el mundo se me venía encima.
Esa noche apenas dormí. Pensé en cómo había cambiado todo desde que papá murió. Mamá se había volcado en nosotros durante años, pero ahora parecía querer recuperar el tiempo perdido. ¿Y yo? ¿Cuándo podría recuperar el mío?
Al día siguiente, en la oficina, apenas podía concentrarme. Mi compañera Marta me preguntó si estaba bien.
—Es mi madre… —empecé a decirle—. Se ha convertido en una adolescente. Sale más que yo cuando tenía veinte años. Y yo aquí, atrapada entre el trabajo y los niños.
Marta sonrió con tristeza.
—Mi suegra igual. Dice que ya ha hecho su parte. Pero Lucía, ¿no crees que también tiene derecho a vivir?
Me molestó su respuesta. ¿Y mis derechos? ¿Y mis necesidades?
Esa tarde llamé a mi hermana Ana, que vive en Valencia. Le conté lo que pasaba.
—Lucía, mamá siempre fue así. Solo que antes no podía permitírselo —me dijo Ana—. ¿Por qué no buscas una canguro?
—No puedo pagarla —respondí frustrada—. Además, no es lo mismo. Los niños quieren a su abuela.
Ana suspiró al otro lado del teléfono.
—Quizá deberías hablar con ella de verdad. Sin reproches.
Esa noche esperé a que Carmen volviera. La vi entrar sonriente, con el pintalabios algo corrido y el móvil vibrando sin parar.
—¿Te lo has pasado bien? —pregunté intentando sonar neutral.
—Mucho —respondió sentándose en el sofá—. He conocido a alguien interesante…
La interrumpí.
—Mamá, necesito hablar contigo. De verdad.
Carmen me miró con atención.
—Estoy desbordada —le confesé—. Siento que me ahogo. Los niños te echan de menos… Yo te echo de menos.
Vi cómo su expresión cambiaba. Se acercó y me cogió la mano.
—Lucía, sé que no es fácil para ti. Pero tampoco lo es para mí. He pasado media vida cuidando de otros: primero de ti y Ana, luego de papá cuando enfermó… Ahora quiero sentirme viva otra vez.
Las lágrimas me resbalaron por las mejillas.
—Pero yo también necesito vivir…
Nos quedamos en silencio largo rato. Mateo lloró desde la habitación y fui a consolarlo. Cuando volví al salón, Carmen estaba mirando fotos antiguas en su móvil: yo y Ana de pequeñas, papá sonriendo en la playa.
—¿Sabes? —dijo Carmen— A veces siento culpa por no estar más con vosotros… Pero si no hago esto ahora, ¿cuándo?
Me senté a su lado y apoyé la cabeza en su hombro como cuando era niña.
—¿Y si buscamos una solución juntas? —propuse— Quizá puedas venir los miércoles por la tarde… O llevar a Claudia al parque algún sábado.
Carmen asintió despacio.
—Me parece justo. Pero prométeme que intentarás entenderme…
Le prometí intentarlo. No fue fácil al principio: seguía sintiendo celos cada vez que la veía salir arreglada o recibir mensajes de hombres desconocidos. Pero poco a poco aprendí a aceptar que mi madre tenía derecho a su propia vida… igual que yo tenía derecho a pedir ayuda sin sentirme culpable.
Un sábado por la mañana Carmen vino a casa con churros y chocolate para desayunar con los niños. Claudia le enseñó su último dibujo y Mateo se subió a sus rodillas riendo. Por un momento sentí que todo podía estar bien.
Ahora sé que las familias cambian y que cada uno tiene su propio camino para buscar la felicidad. Pero aún me pregunto: ¿es posible encontrar un equilibrio entre lo que necesitamos y lo que los demás pueden darnos? ¿Cuántas madres e hijas estarán viviendo este mismo conflicto en silencio?