La Sombra en Casa: El Secreto de la Nueva Niñera
—¿Por qué llegas tan tarde, Daniel? —le pregunté, tratando de mantener la voz firme mientras el reloj marcaba las nueve y media de la noche.
Él dejó las llaves sobre la mesa y suspiró, cansado.
—El tráfico, Mariana. Ya sabes cómo es esta ciudad —respondió, sin mirarme a los ojos.
Pero yo sabía que no era solo el tráfico. Desde que Lucía, nuestra nueva niñera, había llegado hace dos meses, todo en casa parecía distinto. La risa de mis hijos sonaba más fuerte, pero mi corazón estaba más inquieto que nunca.
Lucía apareció en nuestras vidas como un milagro. Después de que Rosa, nuestra niñera de toda la vida, tuvo que regresar a su pueblo en Veracruz por la enfermedad de su madre, Daniel y yo nos vimos atrapados entre el trabajo y la crianza. No teníamos abuelos cerca ni vecinos de confianza. Fue mi amiga Paola quien me recomendó a Lucía: «Es joven, pero tiene experiencia y es muy dulce con los niños», me aseguró.
La primera vez que la vi, Lucía me pareció tímida y reservada. Morena, delgada, con ojos grandes y una sonrisa apenas insinuada. Mis hijos, Sofi y Emiliano, se encariñaron con ella en cuestión de días. Yo también quise confiar. Pero pronto noté pequeños detalles: cómo su voz se volvía más suave cuando hablaba con Daniel, cómo se reía de sus chistes aunque no tuvieran gracia, cómo se arreglaba el cabello cada vez que él entraba a la casa.
Una tarde, llegué temprano del trabajo. La puerta estaba entreabierta y escuché risas en la sala. Me acerqué en silencio y vi a Lucía sentada en el piso jugando con los niños, mientras Daniel le mostraba fotos en su celular. Ella lo miraba con una atención que me pareció excesiva. Cuando notaron mi presencia, ambos se sobresaltaron.
—¡Mamá! —gritó Sofi corriendo hacia mí—. ¡Lucía nos enseñó a hacer pulseras!
Daniel sonrió nervioso.
—Estábamos viendo unas fotos de cuando fuimos a la playa —explicó.
Esa noche no pude dormir. Me sentía ridícula por mis sospechas, pero algo dentro de mí no me dejaba en paz. Empecé a observar más: Lucía siempre encontraba excusas para quedarse un poco más después de su horario; si Daniel llegaba temprano, ella le ofrecía café o le preguntaba por su día; una vez incluso lo vi tocarle el brazo al agradecerle por ayudarle con una caja pesada.
Intenté hablarlo con Daniel.
—¿No crees que Lucía es un poco… demasiado atenta contigo? —pregunté mientras lavábamos los platos.
Él se rió.
—Mariana, estás exagerando. Es solo amable. Además, ¿no ves lo bien que está todo con los niños? Hace mucho que no los veía tan felices.
Sentí una punzada de culpa. ¿Sería yo la del problema? ¿Estaría proyectando mis inseguridades?
Pero entonces sucedió algo que no pude ignorar. Un sábado por la mañana, mientras preparaba el desayuno, escuché a Lucía hablando por teléfono en la cocina. Su voz era baja pero alcanzaba a oír:
—Sí, sí… él es muy guapo y amable… No sé si debería decirle lo que siento… No, ella no sospecha nada… Bueno, creo que sí sospecha un poco…
Me quedé helada. No quise confrontarla en ese momento; tenía miedo de perder el control frente a los niños. Pero esa conversación me persiguió todo el día.
Esa noche, después de acostar a los niños, enfrenté a Daniel.
—Escúchame bien —le dije con lágrimas en los ojos—. No puedo seguir así. Siento que Lucía está cruzando límites y tú no lo quieres ver.
Daniel se quedó callado un largo rato.
—No ha pasado nada —dijo finalmente—. Pero si te hace sentir incómoda, podemos buscar otra opción.
Al día siguiente hablé con Lucía. Le pedí que se sentara conmigo en la sala mientras los niños jugaban en el patio.
—Lucía —empecé—, quiero agradecerte por todo lo que has hecho por mis hijos. Pero he notado ciertas actitudes hacia mi esposo que me preocupan.
Ella bajó la mirada y sus manos empezaron a temblar.
—Perdóneme, señora Mariana… No era mi intención faltarle al respeto… Es que… nunca he tenido una familia así… Me siento sola aquí en la ciudad y ustedes han sido muy amables conmigo… A veces confundo las cosas…
Sentí compasión por ella y también alivio al escuchar su sinceridad. Pero sabía que debía proteger mi hogar ante todo.
—Te entiendo, Lucía —le dije suavemente—. Pero necesito poner límites claros para evitar malentendidos. Si decides quedarte, espero que puedas respetarlos.
Lucía asintió entre lágrimas y prometió cambiar su actitud. Durante las semanas siguientes fue más distante con Daniel y se enfocó aún más en los niños. Sin embargo, la tensión ya estaba sembrada entre nosotros tres; cada gesto era observado y analizado al detalle.
Finalmente decidimos dejarla ir unas semanas después. No fue fácil explicárselo a los niños ni tampoco para mí despedirme de alguien que había llegado a ser parte de nuestra rutina diaria. Pero preferí sacrificar la comodidad antes que arriesgar la paz de mi familia.
Hoy todavía me pregunto si tomé la decisión correcta o si fui demasiado dura con Lucía. ¿Cuántas veces dejamos entrar a extraños en nuestro hogar sin conocer realmente sus intenciones? ¿Hasta dónde llega la confianza y dónde empieza el instinto de protección?
A veces me despierto en medio de la noche pensando: ¿cuántas familias han pasado por algo parecido? ¿Qué hubieran hecho ustedes en mi lugar?