Nada Nos Debemos: Entre el Amor y el Deber
—¿Así que ahora te toca a ti? —me preguntó mi madre, Elizabeth, con esa voz seca que siempre usaba cuando quería dejar claro que no había espacio para la discusión.
Yo estaba sentada en la mesa de la cocina, con las manos apretadas alrededor de una taza de café frío. Mason, mi hijo de cuatro años, jugaba en el piso con sus carritos, ajeno a la tensión que llenaba el aire. Mi madre se mantenía erguida frente a mí, los brazos cruzados, la mirada fija en la ventana como si hablara con la ciudad entera y no conmigo.
—Mamá, yo tengo mi trabajo, Mason… —intenté decirle, pero ella me interrumpió con un gesto brusco.
—Todos tenemos responsabilidades, Ruby. Yo ya hice mi parte. Ahora te toca a ti cuidar a Ernesto. No es mi culpa que tu hermano Ian se haya largado a Monterrey y no quiera saber nada de nosotros.
La palabra «responsabilidades» me retumbó en la cabeza. Mi madre siempre había sido así: dura, inflexible, convencida de que los hijos no merecen nada solo por ser hijos. Crecí escuchando frases como «los padres no le deben nada a sus hijos» o «la vida es para los fuertes». Y aunque muchas veces juré que sería diferente con Mason, sentía que su sombra me perseguía incluso en mis mejores intentos de ser una madre distinta.
Ernesto, su esposo —mi padrastro—, llevaba meses enfermo. Un derrame cerebral lo había dejado postrado y dependiente de cuidados constantes. Mi madre ya no podía sola; su salud también se deterioraba y la paciencia se le agotaba como el agua en los tinacos viejos del barrio.
—¿Y si contrato a alguien? —sugerí, casi en un susurro.
Ella soltó una risa amarga.
—¿Con qué dinero, Ruby? ¿O piensas hipotecar tu casa otra vez? No todos tenemos el lujo de pagarle a una enfermera. Además, Ernesto te crió como si fueras suya. ¿No tienes corazón?
Sentí cómo la culpa me apretaba el pecho. Recordé los años en que Ernesto me llevaba al parque cuando era niña, cómo me enseñó a andar en bicicleta y me defendía cuando mi madre era demasiado dura conmigo. Pero también recordé las veces que me sentí invisible en esa casa, como si siempre tuviera que ganarme el derecho a pertenecer.
Esa noche no pude dormir. Mason se despertó llorando por una pesadilla y mientras lo abrazaba, pensé en lo injusto que era todo. Yo había luchado por tener mi propio espacio, por criar a mi hijo lejos de los gritos y las exigencias de mi madre. Había trabajado años para conseguir ese pequeño departamento en la colonia Narvarte, pagando cada peso del crédito hipotecario con sudor y desvelos. ¿Por qué ahora tenía que renunciar a todo eso?
Al día siguiente, llamé a Ian. Contestó desde algún café ruidoso en Monterrey.
—No puedo dejar el trabajo, Ruby —me dijo sin rodeos—. Además, tú siempre fuiste la favorita de Ernesto.
—Eso no es cierto —le respondí, pero él ya había colgado.
Me sentí sola. La familia se reducía a mi madre, Ernesto, Mason y yo. Y cada uno parecía estar atrapado en su propio dolor.
Pasaron los días y la presión aumentó. Mi madre empezó a llamarme todos los días:
—¿Ya pensaste lo que te dije? —insistía—. No puedes darle la espalda a tu familia.
En el trabajo empecé a cometer errores. Mi jefa, doña Patricia, me llamó a su oficina.
—Ruby, sé que tienes problemas en casa —me dijo con voz suave—. Pero aquí también te necesitamos concentrada.
Me dieron una semana para resolver «mis asuntos familiares». Sentí que el mundo se me venía encima.
Finalmente cedí. Empaqué algunas cosas y llevé a Mason conmigo a casa de mi madre. El departamento olía a medicamentos y sopa recalentada. Ernesto estaba en su cama, mirando el techo con ojos apagados.
—Hola, Ruby —me dijo con voz débil—. Gracias por venir.
Me senté junto a él y le tomé la mano. Sentí una mezcla de ternura y rabia. ¿Por qué tenía que ser yo la que sacrificara todo? ¿Por qué siempre las mujeres somos las que cargamos con el peso de la familia?
Los días se volvieron una rutina agotadora: cuidar a Ernesto, atender a Mason, soportar los reproches de mi madre y las llamadas del trabajo preguntando cuándo volvería. Una tarde, mientras bañaba a Ernesto y Mason lloraba porque quería ir al parque, sentí que me rompía por dentro.
Esa noche discutí con mi madre.
—¡No puedo más! —le grité—. ¡No es justo! Siempre dices que no nos debes nada, pero ahora esperas que yo lo deje todo por ti y por Ernesto.
Ella me miró con una tristeza inesperada.
—No te pido esto porque quiera arruinarte la vida —susurró—. Lo hago porque no tengo a nadie más… Y porque sé que tú eres fuerte.
Me quedé callada. Por primera vez vi a mi madre como una mujer frágil, asustada por la soledad y la vejez.
Pasaron semanas así. Aprendí a pedir ayuda: vecinos trajeron comida, una tía vino algunos días para relevarme unas horas. Mason empezó a adaptarse; incluso Ernesto sonreía más seguido cuando lo veía jugar.
Pero yo seguía sintiendo ese vacío: ¿cuándo iba a vivir mi propia vida? ¿Cuándo iba a dejar de ser solo hija o cuidadora para ser simplemente Ruby?
Hoy escribo esto desde el mismo departamento donde crecí, mientras Mason duerme abrazado a su peluche favorito y Ernesto respira tranquilo en su cuarto. Mi madre está sentada frente al televisor, más callada que nunca.
A veces pienso que en Latinoamérica nos enseñan que la familia lo es todo… pero ¿a qué precio? ¿Dónde queda nuestro derecho al descanso, al sueño propio?
¿De verdad los padres no nos deben nada… o nos debemos todos demasiado? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?