No soy ni canguro ni criada: el día que le dije a mi hija que tenía mi propia vida
—Mamá, ¿puedes quedarte con Mateo esta tarde? Tengo que ir al centro comercial con Sergio y no quiero llevar al niño —me gritó Nora desde la cocina, sin siquiera mirarme a los ojos.
Me quedé quieta, con el cochecito de Mateo en una mano y un calcetín diminuto en la otra. Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que me lo pedía, pero sí la primera vez que sentí que no podía más.
—Nora, hoy no puedo —le respondí, intentando que mi voz no temblara—. Quedé con Carmen para ir al cine y después tengo clase de pilates.
Ella salió disparada de la cocina, con el ceño fruncido y las mejillas rojas.
—¿En serio? ¿Vas a dejarme tirada por una película? Mamá, eres la única persona en quien confío para dejar a Mateo. No entiendo por qué te cuesta tanto ayudarme —me reprochó.
Me mordí el labio. ¿Cómo explicarle que ayudarla se había convertido en una obligación? Que desde que nació Mateo, mi vida giraba en torno a sus necesidades, sus horarios, sus planes. Que ya no recordaba la última vez que había hecho algo solo para mí.
Cuando Nora se fue dando un portazo, sentí una mezcla de culpa y alivio. Me senté en el sofá y miré las fotos familiares en la pared: Nora de pequeña, con sus trenzas rubias; Sergio y yo en la playa de Benidorm; Mateo en mis brazos el día que nació. ¿En qué momento se rompió el equilibrio?
Recuerdo cuando Nora era pequeña y yo trabajaba en la panadería del barrio. Me levantaba a las cinco de la mañana, preparaba su desayuno y la llevaba al colegio antes de abrir la tienda. Siempre fui una madre presente, aunque estuviera agotada. Pero ahora, después de jubilarme, soñaba con tener tiempo para mí: viajar con mis amigas, aprender a pintar, leer novelas sin interrupciones. Nadie me preguntó si quería ser abuela a tiempo completo.
Esa noche, mientras cenaba sola, recibí un mensaje de mi hermana Pilar: “¿Otra vez con Mateo? Tienes que poner límites, Carmen. No eres su criada”. Me reí amargamente. ¿Tan evidente era para todos menos para mí?
Al día siguiente, Nora llegó temprano, con Mateo dormido en brazos y cara de pocos amigos.
—Mamá, lo he estado pensando. Si no puedes ayudarme más, dímelo claro. Pero no me dejes colgada en el último momento —dijo sin mirarme.
Respiré hondo. Sabía que este era el momento de hablar.
—Nora, te quiero con todo mi corazón. Y adoro a Mateo. Pero necesito tiempo para mí. No puedo estar siempre disponible. Tengo mis propios planes, mis amigas… mi vida. No soy ni canguro ni criada.
Vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Durante un segundo quise abrazarla y decirle que sí, que siempre estaría ahí. Pero me mantuve firme.
—¿Entonces qué hago? —preguntó ella, casi susurrando—. Sergio trabaja todo el día y yo… yo estoy agotada.
—Busca una guardería unas horas a la semana. O pídele ayuda a Sergio. O contrata a alguien si puedes —le sugerí—. Yo estaré cuando pueda, pero no siempre.
El silencio se hizo espeso entre nosotras. Mateo empezó a llorar y Nora lo acunó torpemente.
—No sabes lo sola que me siento —dijo al fin—. Pensé que tú lo entenderías.
Me acerqué y le acaricié el pelo como cuando era niña.
—Lo entiendo mejor que nadie. Pero si no me cuido yo, nadie lo hará por mí.
Durante semanas apenas hablamos más allá de lo imprescindible. Yo seguí con mis clases de pilates y mis paseos por el Retiro con Carmen y Pilar. Al principio me sentía egoísta, pero poco a poco empecé a disfrutar de mi libertad recuperada.
Un día recibí una llamada inesperada de Sergio.
—Carmen, quería darte las gracias por todo lo que has hecho por nosotros. Sé que hemos abusado un poco… Bueno, mucho —admitió—. Hemos encontrado una chica del barrio para ayudarnos algunas tardes. Nora está mejorando poco a poco.
Colgué el teléfono con lágrimas en los ojos. Por fin alguien reconocía mi esfuerzo.
Semanas después, Nora vino a casa con Mateo y una tarta de manzana hecha por ella misma.
—Mamá… perdón por todo —dijo abrazándome fuerte—. Gracias por enseñarme a poner límites también yo.
La reconciliación fue lenta pero sincera. Ahora cuido de Mateo cuando realmente puedo y quiero, no por obligación. Y Nora ha aprendido a pedir ayuda sin exigirla.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto decir “no” a quienes más queremos? ¿Cuántas madres y abuelas en España viven atrapadas entre el amor y el deber? ¿Y si cuidarnos a nosotras mismas fuera también una forma de cuidar a los demás?