Vinieron a Festejar, Pero No Abriré la Puerta: Una Navidad en el Límite

—¡Karen, abre la puerta! ¡Vinimos a celebrar!— gritó mi suegra, doña Marta, golpeando la madera con una insistencia que me retumbaba en el pecho. Afuera, el bullicio de la calle en Ciudad de México se mezclaba con los villancicos desafinados de mis cuñados y los gritos de los niños. Yo, adentro, con las manos aún oliendo a cebolla y el delantal manchado de mole, me quedé inmóvil. Por primera vez en diez años, no quería abrir. No podía.

La Navidad siempre fue una fiesta grande en la familia de mi esposo, Daniel. Desde que nos casamos, su casa se convirtió en el centro de reunión. Al principio me emocionaba: decorar el árbol, preparar tamales y ponche, ver a los niños romper la piñata. Pero con los años, la emoción se volvió rutina y la rutina, carga. Nadie preguntaba si necesitaba ayuda. Nadie traía nada más que su hambre y sus ganas de fiesta.

—Karen, ¿qué pasa?— preguntó Daniel desde el pasillo, su voz baja pero tensa. —¿Por qué no abres? Ya sabes cómo es mi mamá…

Lo miré con rabia contenida. —¿Y tú sabes cómo soy yo? ¿Te has dado cuenta de que llevo tres días cocinando sola? ¿Que gasté mi aguinaldo en regalos para tus sobrinos y ni siquiera me diste las gracias?

Daniel bajó la mirada. —Es solo una vez al año…

—¡No es solo una vez!— le interrumpí. —Vinieron en septiembre por el cumpleaños de tu papá, en octubre por el Día de Muertos, en noviembre por el bautizo del hijo de tu hermana… Siempre es aquí. Siempre soy yo.

Del otro lado de la puerta, los golpes se hicieron más fuertes. —¡Karen! ¡Ya huele a comida! ¡No seas grosera!— chilló mi cuñada Paola.

Me temblaban las manos. Recordé el año pasado: mi suegra criticando mi ensalada porque “así no se hace en Veracruz”, mi cuñado dejando los platos sucios en la mesa, los niños corriendo y tirando refresco sobre el tapete nuevo. Yo limpiando después de todos, mientras Daniel reía con su papá viendo el partido.

¿En qué momento me convertí en la sirvienta de mi propia casa?

El teléfono vibró: mensaje de mi mamá. “¿Todo bien hija? ¿Van a venir mañana?” Sentí un nudo en la garganta. Hace años que no paso Navidad con ella porque “la familia de Daniel es más grande”. Siempre cediendo, siempre adaptándome.

—No voy a abrir— dije al fin, con voz firme. —Hoy no.

Daniel me miró como si fuera otra persona. —¿Estás loca? ¿Qué les voy a decir?

—Diles la verdad— respondí. —Que estoy cansada. Que no quiero ser invisible. Que esta casa también es mía.

Afuera, los gritos se volvieron susurros incómodos. Escuché a doña Marta decir: “Ya ves, te dije que esa muchacha no era para ti”. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.

Me senté en la mesa vacía y miré las velas encendidas, el pavo dorado que tanto trabajo me costó preparar. Pensé en mi infancia en Puebla: mi abuela cocinando con alegría porque todos ayudaban, porque nadie daba por hecho su esfuerzo.

Daniel se sentó frente a mí. —¿Qué quieres que haga?

—Quiero que me veas— le dije con lágrimas en los ojos. —Quiero que entiendas que no soy solo la esposa que cocina y limpia para tu familia. Quiero sentirme parte de algo, no solo el adorno navideño.

Él suspiró y tomó mi mano. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que me escuchaba de verdad.

Afuera, los pasos se alejaron poco a poco. El silencio fue extraño pero liberador.

Esa noche cenamos solos. Daniel sirvió los platos y lavó los trastes sin que yo lo pidiera. Me contó historias de cuando era niño y su mamá también se quejaba del cansancio pero nadie le hacía caso.

—Nunca pensé que tú te sintieras igual— murmuró.

—Nadie piensa en eso hasta que explotas— respondí.

Al día siguiente, llamé a mi mamá y le dije que iríamos a su casa para Año Nuevo. Daniel aceptó sin protestar.

No sé qué pasará con mi familia política después de esto. Tal vez me odien más o tal vez entiendan algo de lo que nunca se dice en voz alta: que las mujeres también merecemos celebrar, descansar y ser vistas.

¿Hasta cuándo vamos a seguir repitiendo estos roles sin cuestionarlos? ¿Cuántas fiestas más tienen que pasar para que dejemos de ser invisibles en nuestra propia casa?