Cuando mi esposo se quejó una vez más, decidí darle una lección: La historia de Mariana y su cocina

—¿Otra vez arroz con huevo, Mariana? —escupió Tomás apenas entró a la cocina, tirando su maletín sobre la mesa como si fuera un trapo viejo.

Sentí cómo la rabia me subía por la garganta, pero me tragué las palabras. No era la primera vez que criticaba mi comida, ni sería la última. Desde que nos casamos hace seis años, Tomás tenía una opinión para todo: que si el arroz estaba muy seco, que si la carne muy dura, que si la sopa muy simple. Yo, Mariana González, licenciada en administración y ahora ama de casa en un barrio de Guadalajara, había aprendido a callar para evitar discusiones. Pero esa noche, algo dentro de mí se rompió.

—¿Sabes qué, Tomás? Hoy tengo una sorpresa para ti —le dije, forzando una sonrisa mientras servía el plato.

Él me miró con desconfianza, pero no dijo nada. Se sentó y empezó a comer. Yo lo observaba desde el otro lado de la mesa, apretando los puños bajo el mantel floreado que mi mamá me regaló cuando nos casamos. Recordé sus palabras: «Hija, el matrimonio es paciencia, pero también dignidad».

La cena transcurrió en silencio. Cuando terminó, Tomás dejó el plato y se fue directo al sillón a ver el partido. Yo recogí los trastes con manos temblorosas y me encerré en el baño. Me miré al espejo: ojeras profundas, cabello recogido a la carrera, una blusa manchada de salsa. ¿En qué momento me convertí en esto? ¿Dónde quedó la Mariana que soñaba con abrir su propio negocio?

Esa noche no dormí. Escuchaba los ronquidos de Tomás y pensaba en todas las veces que me había sentido menospreciada. Recordé la vez que le conté mi idea de vender pasteles y él se rió: «¿Quién te va a comprar a ti? Mejor dedícate a lo tuyo». O cuando le pedí ayuda con los niños y me dijo: «Eso es cosa de mujeres».

Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno, mi hija Sofía entró a la cocina.

—Mamá, ¿por qué lloras?

Me limpié las lágrimas rápido.

—No es nada, mi amor. Solo corté cebolla.

Pero Sofía no era tonta. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No dejes que papá te haga sentir triste.

Esas palabras me dieron fuerza. Decidí que era hora de cambiar las cosas. Esa tarde fui al mercado y compré ingredientes para hacer chiles en nogada, el platillo favorito de Tomás. Pasé horas cocinando, picando nueces y granada, rellenando los chiles con cuidado. Cuando Tomás llegó, la casa olía delicioso.

—¿Qué celebramos? —preguntó, sorprendido.

—Nada. Solo quise consentirte —respondí con voz dulce.

Se sentó a la mesa y empezó a comer con entusiasmo. Yo lo observaba en silencio.

—Esto sí es comida —dijo al fin—. ¿Ves cómo sí puedes cuando te lo propones?

Sentí un nudo en el estómago. Me acerqué despacio y le dije:

—¿Sabes qué, Tomás? Tienes razón. Pero hoy cociné para demostrarme a mí misma que puedo hacer lo que quiera… incluso dejar de cocinarte si no aprendes a valorar lo que hago.

Él levantó la vista, sorprendido.

—¿Qué estás diciendo?

—Que estoy cansada de tus críticas. Que merezco respeto. Que si quieres seguir comiendo así, tendrás que aprender a hacerlo tú también o ayudarme en la cocina.

Tomás soltó una carcajada nerviosa.

—¿Ahora resulta que te vas a poner rebelde?

—No es rebeldía —le respondí con firmeza—. Es dignidad.

Esa noche dormí tranquila por primera vez en años. Al día siguiente, Tomás llegó temprano del trabajo y me preguntó si necesitaba ayuda para preparar la cena. No fue perfecto; todavía hubo comentarios y miradas incómodas. Pero algo había cambiado.

Empecé a vender pasteles entre las vecinas del barrio. Sofía me ayudaba a repartirlos después de la escuela. Poco a poco fui recuperando mi confianza y mi alegría. Tomás tardó en entenderlo, pero al final aceptó que yo también tenía sueños y derechos.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres en Latinoamérica viven lo mismo cada día? ¿Cuántas callan por miedo o costumbre? Yo decidí romper el silencio y darme una oportunidad.

¿Y tú? ¿Hasta cuándo vas a esperar para exigir respeto en tu propia casa?