El aniversario que destapó secretos: una noche que cambió mi matrimonio
—¿Por qué no llegas ya, Santiago? —le susurré al teléfono, mientras el aroma del mole poblano llenaba el pequeño departamento que compartíamos desde hacía un año. Había puesto la mesa con esmero: velas, flores frescas, y el regalo envuelto con papel dorado que tanto me costó elegir. Era nuestro primer aniversario de casados y quería que todo fuera perfecto.
Pero él solo respondió con un mensaje corto: “Ya voy, amor. Me retrasé en el trabajo”.
Me miré en el espejo del pasillo, alisando mi vestido rojo. Me sentía nerviosa, ilusionada, pero también con ese nudo en el estómago que siempre me acompañaba cuando pensaba en su madre, doña Teresa. Desde el principio, ella nunca me aceptó del todo. Decía que yo, una simple maestra de primaria de Iztapalapa, no era suficiente para su hijo ingeniero. Santiago siempre intentaba mediar, pero las palabras de su madre me dolían más de lo que él imaginaba.
A las ocho en punto, sonó el timbre. Corrí a abrir, esperando ver a Santiago con su sonrisa cansada y su ramo de flores. Pero no. Era doña Teresa, con su bolso grande y su mirada inquisitiva.
—Buenas noches, Natalia. ¿No me invitas a pasar? —dijo sin esperar respuesta.
Me quedé paralizada unos segundos. ¿Qué hacía ella aquí? ¿Por qué justo hoy?
—Claro, pase —logré decir, forzando una sonrisa.
Entró como si fuera su casa, inspeccionando cada detalle. Se detuvo frente a la mesa decorada.
—¿Celebrando algo? —preguntó con ese tono ácido que solo ella sabía usar.
—Nuestro aniversario —respondí bajito.
—Ah… —hizo una pausa larga—. Espero que hayas cocinado bien. Santiago es muy delicado del estómago.
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta, pero me tragué las palabras. No quería arruinar la noche antes de que siquiera empezara.
Pasaron veinte minutos eternos hasta que Santiago llegó. Al verme con su madre, abrió los ojos sorprendido.
—¡Mamá! ¿Qué haces aquí?
—Ay, hijo, vine a traerte unos papeles del seguro que olvidaste en mi casa. Y ya que estaba cerca… pensé en saludarlos.
Santiago me miró pidiendo disculpas con los ojos. Yo solo asentí y fui a servir la cena.
Durante la comida, doña Teresa no paró de hacer comentarios pasivo-agresivos:
—¿Y para cuándo los nietos? Ya va siendo hora…
—¿No crees que este departamento es muy chico para una familia?
—Santiago, ¿te acuerdas cómo te gustaba el mole de mi mamá? Este sabe diferente…
Cada frase era una puñalada. Santiago intentaba cambiar de tema, pero ella volvía una y otra vez a lo mismo: cuestionar mis decisiones, mis capacidades, mi lugar en su vida.
Cuando llegó el momento del brindis, saqué el regalo para Santiago: una foto nuestra enmarcada y dos boletos para un concierto de trova que él adoraba. Él sonrió y me abrazó fuerte.
—Gracias, amor. Es perfecto —me susurró.
Pero doña Teresa interrumpió:
—¿Un concierto? ¿Y quién va a cuidar a los niños cuando los tengan? Natalia, deberías pensar más en el futuro.
No aguanté más. Me levanté de la mesa y fui a la cocina fingiendo buscar algo. Las lágrimas me ardían en los ojos. Escuché cómo Santiago le pedía a su madre que se fuera, que esa noche era especial para nosotros.
Pero entonces escuché algo que me congeló:
—Hijo, tú sabes que yo solo quiero lo mejor para ti. No quiero que termines como tu padre, atado a una mujer que no te entiende…
Sentí un golpe en el pecho. ¿Eso pensaba de mí? ¿Que era un obstáculo en la vida de su hijo?
Santiago entró a la cocina y me abrazó por detrás.
—Perdónala… está sola desde que papá se fue. No sabe cómo dejarme ir —me dijo al oído.
Pero yo ya no podía más. Salí al comedor y enfrenté a doña Teresa:
—Con todo respeto, señora Teresa, hoy es nuestro aniversario. Quiero pedirle que nos deje solos. Yo amo a su hijo y hago todo lo posible por hacerlo feliz. Pero usted no me da oportunidad de demostrarlo.
Ella me miró sorprendida, como si nunca hubiera esperado escucharme hablar así.
—No tienes idea de lo difícil que es ver a tu hijo alejarse —dijo bajito—. Pero tienes razón. Me voy.
Se levantó despacio y se fue sin mirar atrás.
La noche quedó en silencio. Santiago y yo nos sentamos juntos en el sofá, sin decir palabra durante varios minutos.
—¿Crees que hice mal? —le pregunté finalmente.
Él negó con la cabeza y me tomó la mano.
—No sé cómo manejar esto… Quiero estar contigo pero también siento culpa por dejarla sola —confesó.
Nos abrazamos fuerte, llorando los dos por todo lo no dicho, por las heridas viejas y nuevas.
Esa noche no hubo baile ni risas ni promesas eternas. Solo dos personas intentando entenderse en medio del dolor y la lealtad dividida.
Hoy escribo esto preguntándome: ¿Hasta dónde debemos ceder por amor? ¿Cuándo es momento de poner límites para proteger nuestra felicidad?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?