Entre el amor y la sospecha: Mi boda a los 57 años
—Mamá, ¿de verdad vas a casarte con ese hombre? —La voz de Lucía retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la mesa donde apoyaba sus manos temblorosas.
Me quedé inmóvil, con el corazón encogido. Miré a mi hija, la niña que crié sola tras la muerte de su padre, y vi en sus ojos no solo miedo, sino una furia contenida. Sentí cómo la culpa me arañaba el pecho. ¿Era egoísta por querer rehacer mi vida a los 57 años?
—Lucía, por favor, escúchame. —Intenté acercarme, pero ella se apartó—. No es lo que piensas. Antonio no es ningún estafador.
Ella bufó, cruzándose de brazos. —¿Y cómo lo sabes? Apenas le conoces desde hace un año. ¿No te das cuenta de que solo quiere tu dinero? Mamá, ¡abre los ojos!
La acusación me dolió más de lo que esperaba. Antonio había llegado a mi vida en un momento de soledad absoluta. Nos conocimos en una excursión del centro cultural de Chamberí; él me hizo reír cuando llevaba meses sin hacerlo. Compartimos cafés, paseos por el Retiro y largas charlas sobre libros y películas antiguas. Me devolvió la ilusión que creía perdida desde que enviudé.
Pero Lucía nunca aceptó nuestra relación. Desde el principio, sospechó de sus intenciones. Buscó su nombre en internet, preguntó a amigos comunes y hasta revisó mis cuentas bancarias cuando creyó que yo no me daba cuenta. Cada vez que Antonio venía a casa, ella encontraba una excusa para marcharse.
—No quiero perderte —susurró Lucía, rompiendo el silencio—. Pero tampoco puedo verte sufrir si ese hombre te hace daño.
Me senté junto a ella y le tomé la mano. —Cariño, sé que tienes miedo. Pero también merezco ser feliz. ¿Acaso por tener 57 años ya no tengo derecho a enamorarme?
Lucía apartó la mirada, luchando contra las lágrimas. —No es eso, mamá. Es que… desde que papá murió, solo te he tenido a ti. Y ahora siento que te alejas.
La abracé fuerte, recordando las noches en las que dormíamos juntas porque el dolor era insoportable para ambas. Pero ahora era distinto: yo quería avanzar y ella no podía soltarme.
Esa noche, Antonio llamó para saber cómo había ido la conversación. Dudé antes de contestar.
—¿Todo bien? —preguntó él con voz suave.
—No lo sé —respondí—. Lucía sigue pensando que eres un impostor.
Antonio suspiró al otro lado del teléfono. —¿Qué puedo hacer para demostrarle que la quiero como si fuera mi propia hija?
No supe qué decirle. ¿Cómo se convence a alguien de la sinceridad del amor cuando todo parece sospechoso?
Los días siguientes fueron un infierno de silencios y miradas esquivas en casa. Mi hermana Carmen vino a visitarnos y, al enterarse del conflicto, no dudó en opinar:
—Isabel, entiendo a Lucía. Hoy en día hay mucho sinvergüenza suelto. ¿Has pensado en hacerle firmar unas capitulaciones matrimoniales?
Me sentí humillada. ¿Era eso lo que pensaban todos? ¿Que yo era una ingenua incapaz de protegerme?
Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas para cenar, Lucía entró en la cocina y me miró fijamente.
—He hablado con Marta —dijo—. Su madre también se casó hace poco con un hombre más joven y todo salió mal. Le vació la cuenta y desapareció.
Dejé caer la espumadera sobre el mármol. —Antonio no es así.
—¿Y si sí lo es? ¿Y si te equivocas?
Me di cuenta entonces de que el miedo de Lucía era también el mío. ¿Y si estaba cegada por la soledad? ¿Y si Antonio solo veía en mí una oportunidad?
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al salón, donde guardaba una caja con cartas antiguas y fotos familiares. Saqué una foto de mi boda con el padre de Lucía y otra reciente con Antonio en Toledo, sonriendo bajo el sol de primavera.
Al día siguiente cité a Antonio en una cafetería discreta del barrio de Salamanca.
—Antonio —le dije—, necesito que hablemos claro. Mi familia desconfía de ti… y yo misma empiezo a dudar.
Él me miró con tristeza. —Isabel, entiendo tus miedos. Si quieres, firmo lo que haga falta para demostrarte que no busco tu dinero. Solo quiero estar contigo.
Le creí porque vi sinceridad en sus ojos cansados, pero también supe que nada sería fácil.
La boda se celebró en junio, en una pequeña ermita cerca de Segovia. Solo acudieron unos pocos amigos y mi hermana Carmen; Lucía se negó a venir.
El día fue hermoso y triste a la vez: hermoso porque sentí que renacía; triste porque faltaba mi hija.
Pasaron meses antes de que Lucía volviera a hablarme. Una tarde apareció en casa sin avisar.
—¿Estás bien? —preguntó sin mirarme directamente.
—Sí —respondí—. Y te echo mucho de menos.
Nos abrazamos largo rato, llorando las dos por todo lo perdido y lo ganado.
Hoy sigo casada con Antonio. No somos perfectos ni vivimos un cuento de hadas, pero compartimos compañía y respeto mutuo. Lucía poco a poco ha ido aceptando nuestra relación; incluso ha venido alguna vez a cenar los domingos.
A veces me pregunto si hice bien o mal al seguir mi corazón pese al miedo y las dudas ajenas.
¿Tenemos derecho a buscar la felicidad aunque eso signifique desafiar a quienes más queremos? ¿O debemos resignarnos al papel que otros esperan de nosotros por miedo a equivocarnos?