La Fiesta de la Oficina y el Silencio de Samuel: Cuando la Familia Decide por Uno

—¿Y por qué vas a ir sola, Mariana? —La voz de mi suegra, doña Rosa, retumbó en el comedor como un trueno inesperado. Era domingo y el aroma del arroz con pollo apenas lograba suavizar la tensión que se había instalado entre nosotros desde hacía semanas.

Samuel, mi esposo, bajó la mirada y se concentró en desmenuzar el pan en su plato. Yo sentí cómo el calor me subía al rostro. No era la primera vez que doña Rosa opinaba sobre nuestra vida, pero esta vez, su pregunta era una daga directa al corazón de nuestro matrimonio.

—Es solo una fiesta de la oficina, mamá —respondí, intentando sonar casual. Pero mi voz tembló. Sabía que todos lo notaron.

—¿Y tú, Samuel? ¿Por qué no acompañas a tu esposa? —insistió ella, cruzando los brazos con ese gesto que siempre me hizo sentir una intrusa en su familia.

Samuel suspiró. —No me gustan esas cosas, ma. Ya lo sabes.

—¡Pero es importante! —exclamó ella—. ¿Qué va a pensar la gente? ¿Que Mariana está sola porque tú no quieres estar con ella? ¿O porque hay problemas?

Sentí la mirada de mi cuñada, Lucía, clavada en mí. Mi suegro fingía leer el periódico, pero sus ojos se asomaban por encima de las páginas. Mi hijo pequeño jugaba con los frijoles en su plato, ajeno al drama adulto.

La verdad era que Samuel y yo llevábamos meses distanciados. Desde que perdió su trabajo en la fábrica y yo tuve que asumir más horas en la oficina, todo cambió. Él se volvió más callado, más irritable. Yo llegaba tarde y cansada, y las pocas veces que intentábamos hablar terminábamos discutiendo por tonterías.

Pero para doña Rosa, nada de eso importaba. Lo único relevante era la imagen: la familia perfecta ante los ojos de los demás.

—No quiero ir —dijo Samuel finalmente—. No me siento bien ahí. No conozco a nadie y todos hablan de cosas que no entiendo.

—¡Pero es tu deber como esposo! —replicó doña Rosa—. Mariana te necesita.

Me mordí el labio para no gritarle que lo único que necesitaba era un poco de paz. Que prefería ir sola antes que arrastrar a Samuel a un lugar donde se sentiría miserable y donde yo tendría que fingir que todo estaba bien.

—Déjalo, mamá —intervino Lucía—. Si no quiere ir, no tiene por qué hacerlo.

Doña Rosa la fulminó con la mirada. —Tú no entiendes porque estás soltera. Pero cuando uno está casado, hay cosas que se hacen por compromiso.

Samuel se levantó de la mesa sin decir palabra y se encerró en el cuarto. El portazo fue suave, pero sentí que me partía el alma en dos.

La semana transcurrió entre silencios incómodos y conversaciones a medias. En la oficina, mis compañeras hablaban emocionadas sobre la fiesta: qué se iban a poner, si sus parejas las acompañarían, quién llevaría postre para compartir. Yo sonreía y asentía, pero por dentro sentía un nudo en el estómago.

El viernes por la noche, mientras me arreglaba frente al espejo, Samuel apareció en la puerta del baño. Me miró con esos ojos oscuros que antes me hacían sentir segura y ahora solo reflejaban cansancio.

—¿Vas a ir? —preguntó en voz baja.

Asentí sin mirarlo directamente.

—¿Quieres que te acompañe?

Me detuve un segundo. ¿Quería? ¿O solo quería evitar el escándalo familiar?

—No tienes que hacerlo si no quieres —le respondí—. Prefiero que seas honesto conmigo.

Él bajó la cabeza y murmuró: —Perdón… No sé qué me pasa últimamente.

Sentí ganas de abrazarlo, de decirle que todo estaría bien. Pero había una distancia invisible entre nosotros que no sabía cómo cruzar.

Llegué sola a la fiesta. Mis compañeras me recibieron con sonrisas y preguntas sobre Samuel. Inventé una excusa: «Está enfermo». Nadie preguntó más.

Bailé un poco, reí otro tanto, pero cada vez que veía a una pareja abrazada o compartiendo una copa, sentía una punzada de tristeza. ¿En qué momento nos habíamos perdido?

Al regresar a casa, encontré a Samuel dormido en el sofá con el televisor encendido. Me senté a su lado y le acaricié el cabello. Él abrió los ojos y me sonrió débilmente.

—¿Cómo estuvo?

—Bien… Pero hubiera preferido estar aquí contigo —le confesé.

Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera llovía y el sonido del agua contra las ventanas parecía limpiar un poco el aire pesado entre nosotros.

—¿Crees que todavía podemos arreglar esto? —pregunté finalmente.

Samuel me miró con lágrimas en los ojos. —No lo sé… Pero quiero intentarlo.

Esa noche dormimos abrazados por primera vez en meses. No resolvimos todos nuestros problemas, pero al menos dejamos de fingir ante los demás y empezamos a hablar entre nosotros.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que las opiniones ajenas dicten nuestras decisiones? ¿Cuánto daño nos hace vivir para cumplir expectativas que no son nuestras? ¿Ustedes también han sentido esa presión familiar alguna vez?