A los 50, dejo a mi esposa, no por una joven, sino por el amor que nunca murió
—¿Así que te vas? —La voz de Lucía, mi esposa durante veintisiete años, retumbó en la cocina como un trueno inesperado. No había lágrimas en sus ojos, solo una mezcla de rabia y resignación. Yo sostenía la maleta con manos temblorosas, sintiendo el peso de cada año compartido en ese pequeño departamento de la colonia Narvarte, en Ciudad de México.
—No sé cómo explicarlo, Lucía. No es por alguien más… bueno, sí, pero no como piensas —balbuceé, incapaz de sostenerle la mirada. El reloj marcaba las siete de la mañana y afuera los vendedores ambulantes ya gritaban sus ofertas. Todo seguía igual en el mundo, menos en mi casa.
Mi hija Camila, de veintitrés años, apareció en la puerta. Su cara era un poema de incredulidad y dolor. —¿Papá? ¿Qué está pasando? ¿Por qué te vas así? ¿Es por mamá? ¿O hay otra mujer?
Me sentí el peor hombre del mundo. ¿Cómo explicar que no era una aventura ni una crisis de edad? ¿Cómo decirles que era por Mariana, la mujer que conocí cuando tenía veinte años y que nunca logré sacar de mi corazón?
Mariana y yo nos conocimos en la UNAM, en una huelga estudiantil. Ella era todo lo que yo no: valiente, rebelde, llena de sueños imposibles. Nos enamoramos entre marchas y libros prestados. Pero la vida nos separó: su familia se mudó a Monterrey y yo me quedé aquí, terminando mi carrera de ingeniería y siguiendo el camino que mis padres esperaban de mí.
Conocí a Lucía poco después. Era buena, dulce, estable. Me casé con ella porque pensé que así debía ser la vida adulta: seguridad antes que pasión. Tuvimos dos hijos, Camila y Emiliano. Fui un padre presente, un esposo correcto. Pero cada aniversario, cada cumpleaños, cada vez que veía a Mariana en Facebook —su sonrisa intacta pese a los años— sentía ese hueco en el pecho.
Hace seis meses Mariana me escribió: «¿Te acuerdas del café donde solíamos escondernos? Estoy en la ciudad por unos días. ¿Te gustaría vernos?» Dudé. Dudé mucho. Pero fui. Y cuando la vi sentada junto a la ventana, con su cabello ya salpicado de canas pero con esa mirada luminosa, supe que nunca la había dejado de amar.
Nos vimos varias veces después. No hubo engaños físicos —no aún— pero sí largas conversaciones, confesiones y risas que me devolvieron una parte de mí que creía muerta. Un día Mariana me dijo: «¿Nunca te has preguntado cómo habría sido nuestra vida si hubiéramos tenido el valor?» Esa noche no dormí.
Volví a casa y miré a Lucía dormir. Pensé en todo lo que habíamos construido juntos: los cumpleaños infantiles con piñata y pastel de tres leches; las vacaciones en Acapulco cuando apenas alcanzaba para el camión; las noches cuidando a Emiliano cuando tuvo dengue. Pero también pensé en todas las veces que fingí estar completo cuando no lo estaba.
El día que decidí irme fue el día que cumplí cincuenta años. Me miré al espejo y vi a un hombre cansado, con arrugas profundas y ojeras eternas. Pensé: «¿Cuántos años más voy a vivir así? ¿Cuántos años más voy a negarme lo que realmente quiero?»
Esa mañana preparé café para Lucía y le dije la verdad. No toda —no le hablé de Mariana al principio— pero sí le dije que ya no podía seguir fingiendo. Ella lloró primero en silencio y luego con rabia. Me gritó que era un egoísta, que estaba destruyendo a nuestra familia por una fantasía juvenil.
—¿Y tus hijos? ¿Has pensado en ellos? —me reclamó Lucía mientras yo metía ropa en la maleta.
Claro que había pensado en ellos. Emiliano tiene diecisiete años y está por entrar a la universidad; Camila acaba de terminar su carrera y sueña con irse a vivir sola. ¿Qué ejemplo les daba yo al abandonar el hogar justo ahora?
Pero también pensé en lo que les enseñaría si seguía viviendo una mentira: que hay que conformarse, que hay que sacrificar los sueños por deberes impuestos.
Esa tarde fui a buscar a Mariana al parque México. Nos sentamos en una banca bajo los árboles y le tomé la mano.
—¿Estás seguro? —me preguntó ella con voz temblorosa.
—No sé si estoy seguro —le respondí— pero estoy cansado de tener miedo.
Esa noche dormí en casa de un amigo. Lloré como no lloraba desde niño. Pensé en Lucía sola en nuestra cama; en Camila abrazando a su hermano menor; en mi madre llamando para decirme que soy un fracaso como hombre latinoamericano.
Los días siguientes fueron un infierno: llamadas de familiares juzgando mi decisión; mensajes de mis hijos llenos de reproches; amigos tomando partido sin entender realmente lo que sentía. En el trabajo apenas podía concentrarme.
Pero también hubo momentos de paz: desayunos con Mariana en fonditas del centro; largas caminatas por Coyoacán hablando del pasado y del futuro; sentirme visto y amado como hacía décadas no me sentía.
Sé que muchos me juzgarán. Sé que para muchos soy el villano de esta historia: el hombre maduro que abandona a su familia por un amor viejo e idealizado. Pero también sé que hay otros —quizá menos ruidosos— que entenderán lo difícil que es elegir entre la lealtad y la autenticidad.
Hoy escribo esto desde el pequeño departamento donde ahora vivo solo. Extraño a mis hijos cada día; extraño incluso las peleas con Lucía por cosas insignificantes como quién olvidó comprar tortillas o quién dejó encendida la luz del baño.
Pero también siento una paz nueva, una esperanza tímida de poder ser feliz sin máscaras ni culpas.
A veces me pregunto: ¿Es egoísmo buscar tu propia felicidad después de tantos años viviendo para otros? ¿O es valentía atreverse a romper con todo para perseguir un amor verdadero?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?