Cuando el amor asfixia: La historia de Mariana y Tomás
—¡Tomás, no te olvides el almuerzo! —grité desde la cocina mientras él buscaba sus llaves en la sala. El olor a café recién hecho llenaba la casa, mezclándose con el aroma de las arepas que acababa de sacar del sartén. Era martes, pero para mí todos los días eran iguales desde que nos casamos: levantarme antes que él, preparar su desayuno, alistar su ropa, asegurarme de que no le faltara nada.
Tomás me miró con una sonrisa cansada. —Gracias, Mari. Pero ya te dije que puedo prepararme solo.
Ignoré su comentario y le metí el tupper en la mochila. “¿Y si se le olvida comer? ¿Y si se mancha la camisa? ¿Y si…?” Mi cabeza no paraba. Desde niña, en mi casa de Medellín, mi mamá me enseñó que una buena esposa cuida a su marido como a un hijo. Yo solo quería ser perfecta, no repetir los errores de mi papá, que se fue porque mi mamá ‘no lo atendía’.
Al principio, Tomás era diferente. Independiente, seguro, hasta un poco terco. Cuando nos conocimos en la universidad, me enamoró su manera de hablar de política y sus sueños de abrir una librería. Llevábamos casi un año juntos cuando decidió casarse conmigo. La boda se retrasó porque Tomás estaba remodelando la casa que le dejó su tío en Envigado. Yo lo ayudaba con las compras y la pintura, pero él insistía en hacer todo solo. “Quiero que este sea nuestro hogar, no solo mío”, decía.
Cuando por fin terminamos la casa y nos casamos por lo civil, sentí que empezaba una nueva vida. Pero pronto esa ilusión se volvió rutina. Yo dejé mi trabajo como profesora para dedicarme al hogar. Al principio me sentía útil, pero poco a poco empecé a notar algo extraño en Tomás. Ya no salía con sus amigos, dejó de leer por las noches y hasta su forma de hablar cambió: menos bromas, menos pasión.
Una tarde, mientras doblaba su ropa, escuché a Tomás hablando por teléfono con su hermana Lucía:
—No sé qué me pasa… Siento que ya no soy yo —decía él en voz baja.
Me quedé paralizada. ¿Era mi culpa? ¿Lo estaba asfixiando? Pero enseguida me convencí de que solo necesitaba tiempo para adaptarse.
Las cosas empeoraron cuando Tomás perdió su trabajo en la editorial. Yo intenté animarlo: le preparaba sus comidas favoritas, le buscaba ofertas de empleo, incluso le escribía los correos para postularse. Pero él solo se encerraba en el cuarto y pasaba horas mirando el techo.
Una noche, después de cenar en silencio, Tomás explotó:
—¡Mariana, basta! No soy un niño. No necesito que me digas cómo vestirme ni que me resuelvas la vida.
Sentí un nudo en la garganta. —Solo quiero ayudarte…
—¿Ayudarme? Me siento inútil. No puedo ni preparar mi propio café sin que tú te metas.
Lloré toda la noche. Recordé a mi mamá diciéndome: “El amor es sacrificio”. Pero ¿y si ese sacrificio nos estaba destruyendo?
Empecé a notar otras cosas: mis amigas dejaron de invitarme a salir porque siempre ponía a Tomás primero; mi mamá me llamaba para preguntarme si ya estaba embarazada; mis suegros murmuraban que yo tenía ‘demasiado carácter’. Me sentía sola y vacía.
Un día, Lucía vino a visitarnos. Me encontró limpiando compulsivamente la cocina.
—Mari, ¿estás bien? —preguntó con suavidad.
No pude evitarlo y rompí en llanto. Le conté todo: mi miedo a perder a Tomás, mi obsesión por controlarlo todo, mi sensación de estar atrapada.
Lucía me abrazó fuerte. —A veces creemos que cuidar es amar, pero también hay que dejar espacio para respirar. Mi hermano te ama, pero necesita sentirse capaz.
Esa noche hablé con Tomás. Nos sentamos en el balcón, mirando las luces de la ciudad.
—Perdón —le dije—. Quise darte todo lo que tenía, pero creo que te quité lo más importante: tu libertad.
Tomás suspiró y tomó mi mano. —Yo también tengo culpa. Me dejé llevar por la comodidad y olvidé luchar por mí mismo.
Decidimos buscar ayuda profesional. La psicóloga nos enseñó a poner límites y a recuperar nuestras identidades individuales. Volví a dar clases medio tiempo y Tomás empezó a trabajar en un café mientras escribía su novela.
No fue fácil. A veces recaía en mis viejos hábitos: querer resolverle todo a Tomás, sentirme indispensable. Pero aprendí a soltar poco a poco. Descubrí que el amor no es sacrificio ciego ni control disfrazado de ternura.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo han confundido el amor con la entrega total? ¿Cuántos hombres han perdido su voz por miedo a herirnos? Tal vez amar también sea aprender a dejar ir.
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que el amor se convierte en una jaula? ¿Hasta dónde llega el cuidado antes de volverse control?