Cuando el amor pesa más que el dinero: Mi historia entre el orgullo y la necesidad

—¿Otra vez has dejado la luz encendida, Luis? —grité desde la cocina, mientras revisaba la factura de la luz con el ceño fruncido. El recibo era un puñal más en mi costado, uno de esos que se clavan cada mes y me recuerdan que soy yo quien paga todo en esta casa.

Luis apareció en el umbral, con la mirada baja y las manos en los bolsillos. —Perdona, Carmen. Se me ha olvidado…

No contesté. Me limité a suspirar y a seguir sumando mentalmente los gastos: la hipoteca, la compra, los libros de los niños… Todo salía de mi cuenta. Todo pesaba sobre mis hombros.

No siempre fue así. Cuando nos casamos, Luis tenía un buen trabajo en una empresa de transportes. Yo era profesora en un instituto de barrio. Vivíamos con lo justo, pero juntos. Hasta que llegó la crisis y lo despidieron. Al principio pensé que sería temporal, pero los meses se convirtieron en años y las entrevistas en decepciones.

—¿Has mirado lo del supermercado? —le pregunté una noche, mientras cenábamos en silencio.

—Sí, pero piden experiencia y… —Luis no terminó la frase. Ya no hacía falta. Sabía de sobra cómo acababa esa conversación: él se sentía humillado y yo, frustrada.

Al principio le animaba: «Ya verás cómo sale algo», «No te preocupes, saldremos adelante». Pero con el tiempo, mi voz se volvió más áspera. Empecé a ver en él no al hombre del que me enamoré, sino a una carga más.

Mis amigas me decían que tuviera paciencia. «Ahora os toca a vosotras tirar del carro», decía Lucía, que también había pasado por algo parecido. Pero yo sentía que el carro lo arrastraba sola y que Luis ni siquiera empujaba.

Una tarde, después de recoger a los niños del colegio, me encontré a mi madre en la puerta de casa. Me miró con esa mezcla de ternura y preocupación que sólo una madre sabe poner.

—Carmen, hija, ¿estás bien? Tienes mala cara.

—Estoy cansada, mamá. Muy cansada.

Ella me abrazó y susurró: —No dejes que esto os rompa…

Pero ya había grietas. Grietas que se abrían cada vez que veía a Luis sentado en el sofá, mirando el móvil o haciendo como que buscaba ofertas de empleo. Grietas que se ensanchaban cuando los niños preguntaban por qué papá no iba a trabajar.

Una noche exploté. No recuerdo exactamente qué lo desencadenó; quizás fue una discusión absurda sobre quién debía sacar la basura.

—¡Estoy harta! —le grité—. ¡No puedo con todo! ¿Tanto cuesta buscar cualquier trabajo? ¡Lo que sea!

Luis me miró con los ojos llenos de lágrimas. —¿Crees que no lo intento? ¿Crees que me gusta sentirme inútil?

Me sentí cruel, pero no podía parar.

—No es sólo cuestión de intentarlo, Luis. Es cuestión de respeto. Yo ya no sé si te respeto…

El silencio que siguió fue más doloroso que cualquier palabra.

Esa noche dormimos espalda contra espalda. Sentí frío aunque era pleno agosto.

Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías: trabajo, casa, niños, facturas. Luis apenas hablaba. Yo tampoco tenía fuerzas para intentarlo.

Un sábado por la mañana, mientras preparaba café, escuché a mi hijo pequeño preguntarle a su padre:

—Papá, ¿por qué mamá siempre está enfadada?

Luis no supo qué contestar. Yo tampoco.

Esa pregunta me persiguió todo el día. ¿En qué momento había dejado de ver a Luis como mi compañero para verlo como un lastre? ¿Era justo juzgarle sólo por su incapacidad para traer dinero a casa?

Esa noche busqué a Luis en el balcón. Estaba sentado, mirando las luces de la ciudad.

—Perdona —le dije—. No sé cómo hemos llegado hasta aquí…

Luis suspiró.—Yo tampoco. Pero no quiero perderte por culpa de esto.

Nos abrazamos en silencio. Por primera vez en mucho tiempo sentí que aún quedaba algo entre nosotros.

Sé que la situación no va a cambiar de un día para otro. Que seguiré siendo yo quien pague las facturas durante un tiempo. Pero también sé que el respeto no puede depender sólo del dinero.

A veces me pregunto: ¿Cuánto pesa el amor cuando la balanza está tan desequilibrada? ¿Es posible volver a mirar a tu pareja con admiración cuando la vida te obliga a ser fuerte por los dos?

¿Vosotros qué haríais? ¿Cómo se recupera el respeto cuando parece haberse perdido?