Cuando el amor se apaga: La historia de Mariana y los silencios que duelen
—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Julián? —le pregunté, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba los cristales del departamento. Él ni siquiera me miró. Dejó las llaves sobre la mesa y se fue directo al cuarto, como si yo fuera un mueble más en la sala.
Ese fue el momento en que supe, sin lugar a dudas, que algo se había roto entre nosotros. No fue una pelea ni un grito; fue el silencio. Un silencio tan denso que casi podía tocarlo, como si la humedad de la ciudad lo hubiera traído para quedarse a vivir con nosotros.
Me llamo Mariana Torres y tengo treinta y seis años. Vivo en la colonia Narvarte, en un departamento pequeño donde los sueños se fueron encogiendo con el paso de los años. Julián y yo llevamos doce años casados. Al principio, todo era distinto: las risas, las caricias furtivas en la cocina, los planes para viajar a Oaxaca o a Cartagena. Pero la vida se encargó de llenarnos de cuentas por pagar, jornadas eternas en el trabajo y una hija, Camila, que llegó cuando menos lo esperábamos.
Recuerdo cuando mi mamá me decía: “El amor se cuida todos los días, hija”. Yo pensaba que exageraba, que el amor era como el aire: invisible pero siempre ahí. Qué equivocada estaba.
Las señales fueron apareciendo poco a poco. Primero, dejé de buscar su mano en la cama por las noches. Después, empecé a preferir quedarme en la oficina hasta tarde antes que volver a casa. Y finalmente, me descubrí deseando que Julián no estuviera cuando llegara. Me dolía admitirlo, pero ya no lo amaba.
Una tarde, mientras preparaba la cena y Camila hacía la tarea en la mesa, Julián entró y preguntó:
—¿Qué hay de comer?
—Sopa de fideos y pollo —respondí sin mirarlo.
—Otra vez lo mismo…
Sentí una punzada en el pecho. Antes me habría importado su opinión, habría intentado sorprenderlo con algo especial. Ahora solo quería terminar rápido y meterme a mi cuarto a ver una serie sola.
Mi hermana Lucía notó el cambio antes que nadie. Un sábado por la mañana, mientras tomábamos café en el Mercado Medellín, me miró fijamente y dijo:
—¿Sigues enamorada de Julián?
No supe qué contestar. Me limité a encogerme de hombros y mirar mi taza vacía.
—Mariana, no puedes vivir así —insistió—. No es justo para ti ni para él.
Pero ¿cómo le dices a alguien que ya no lo amas? ¿Cómo le explicas a tu hija que mamá y papá ya no quieren estar juntos? En México, todavía pesa mucho el qué dirán. Mi suegra ya me había advertido: “Las mujeres aguantan por la familia”. Pero yo sentía que me estaba ahogando.
Una noche, después de una discusión absurda sobre quién debía lavar los platos, Julián explotó:
—¡Ya no eres la misma! Antes te importaba todo… ahora ni siquiera me miras.
Me quedé callada. No tenía fuerzas para pelear. Él salió dando un portazo y yo me senté en el suelo de la cocina a llorar en silencio. Camila apareció en la puerta, con sus ojos grandes llenos de miedo.
—¿Mami, estás bien?
La abracé fuerte y le prometí que todo estaría bien, aunque ni yo misma lo creía.
El tercer signo fue el más doloroso: dejé de preocuparme por él. Una tarde llegó empapado por la lluvia porque olvidó el paraguas. Antes habría corrido a buscarle una toalla y prepararle un té caliente. Ese día solo lo miré y seguí revisando mi celular.
Empecé a buscar excusas para salir sola: clases de yoga, cafés con amigas, incluso caminatas sin rumbo por el Parque Delta. Cualquier cosa para evitar estar en casa. Julián también empezó a llegar más tarde; a veces ni siquiera cenaba conmigo y Camila.
Un domingo por la tarde, mientras veíamos una película animada con Camila, Julián me miró y dijo:
—¿Te acuerdas cuando íbamos al cine solos? —Su voz sonaba lejana, como si hablara desde otro tiempo.
—Sí —respondí sin emoción.
—¿Qué nos pasó?
No supe qué decirle. Me limité a mirar la pantalla mientras sentía cómo se me apretaba el corazón.
La presión familiar no tardó en llegar. Mi mamá empezó a llamarme más seguido:
—¿Todo bien con Julián? Lo noto distante…
Y mi suegra no perdía oportunidad para recordarme lo afortunada que era por tener un esposo trabajador:
—No todas tienen esa suerte, Mariana. Piensa en Camila.
Pero yo solo pensaba en mí misma y en ese vacío que crecía cada día más.
Un viernes por la noche, después de dejar a Camila con Lucía para una pijamada, me senté frente a Julián en la sala. El televisor estaba encendido pero ninguno prestaba atención.
—Julián… tenemos que hablar —dije finalmente.
Él me miró con ojos cansados.
—¿Vas a dejarme?
Sentí un nudo en la garganta.
—No sé si dejarte… pero sí sé que ya no soy feliz. Y creo que tú tampoco lo eres.
Por primera vez en mucho tiempo vi lágrimas en sus ojos. No dijo nada; solo asintió y se levantó para irse al cuarto. Me quedé sola en la sala, escuchando el eco de mis palabras rebotando contra las paredes vacías.
Esa noche no dormí. Pensé en Camila, en mi familia, en todo lo que perdería si decidía terminar mi matrimonio. Pero también pensé en lo mucho que me había perdido a mí misma por intentar sostener algo que ya no existía.
Hoy escribo esto desde un café cerca del trabajo. Julián y yo estamos separados desde hace tres meses. Camila está aprendiendo a vivir entre dos casas y yo estoy aprendiendo a escucharme otra vez.
A veces me pregunto si hice bien o mal; si debí aguantar más o si fui egoísta al pensar primero en mí. Pero también pienso: ¿de qué sirve quedarse donde ya no hay amor? ¿Cuántas mujeres siguen callando sus vacíos por miedo al qué dirán?
¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez así? ¿Qué harías si descubrieras que tu amor se apagó sin darte cuenta?