Cuando el silencio se rompe: El regreso de Tomás

—¿De verdad te vas a ir así, Tomás? —le pregunté con la voz rota, mientras él metía la última camisa en la maleta. Ni siquiera me miró. El reloj de la cocina marcaba las dos de la madrugada y el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

No era la primera vez que discutíamos, pero sí la primera vez que sentí que algo se rompía para siempre. Tomás y yo llevábamos quince años juntos, desde aquellos días de universidad en Salamanca, cuando él tocaba la guitarra en los bares y yo soñaba con ser periodista. Nos casamos jóvenes, ilusionados, convencidos de que el amor era suficiente para sobrevivir a cualquier tormenta.

Pero la vida en Madrid se volvió cada vez más difícil. La crisis, los recortes, el trabajo precario… Tomás perdió su empleo en una constructora y, poco a poco, se fue apagando. Yo intentaba animarle, pero él solo veía puertas cerradas. Hasta que una noche me lo soltó sin anestesia:

—Me han ofrecido trabajo en Múnich. Me voy el lunes.

No hubo discusión, ni promesas. Solo una decisión tomada sin mí. Nuestros hijos, Lucía y Álvaro, tenían entonces 12 y 9 años. Recuerdo cómo Lucía se encerró en su cuarto durante días y Álvaro dejó de hablar de fútbol. Yo me convertí en madre y padre a la vez, inventando excusas para justificar la ausencia de Tomás: “Papá está trabajando muy duro para nosotros”, repetía como un mantra vacío.

Al principio, Tomás llamaba cada noche. Nos contaba historias sobre Alemania: los mercados navideños, la cerveza, los compañeros simpáticos. Pero pronto las llamadas se hicieron más cortas y distantes. Empezó a salir con amigos españoles que conoció allí; subía fotos a Facebook en cervecerías, sonriendo como hacía años no le veía sonreír.

Una tarde de enero, mientras recogía a los niños del colegio, recibí un mensaje suyo: “No sé cuándo podré volver. No me esperes despierta”. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan profunda que tuve que parar el coche y llorar en silencio para que los niños no me vieran.

Los meses pasaron lentos y pesados. Mis padres me ayudaban con los niños cuando podían, pero yo sentía que me ahogaba. Las facturas se acumulaban y tuve que aceptar un trabajo de media jornada en una tienda del barrio. Cada noche me preguntaba si Tomás pensaba en nosotros o si ya había rehecho su vida lejos de aquí.

Un día, Lucía me preguntó:
—¿Mamá, papá nos sigue queriendo?
No supe qué responderle.

La familia empezó a murmurar: mi hermana Carmen decía que debía rehacer mi vida; mi madre rezaba para que Tomás volviera; mi suegra me llamaba para preguntarme si le enviaba dinero suficiente. Yo solo quería sobrevivir un día más.

Hasta que una tarde de abril, mientras preparaba la cena, escuché el timbre de casa. Abrí la puerta y allí estaba Tomás: más delgado, con ojeras profundas y una maleta vieja a sus pies.

—¿Puedo pasar? —preguntó con voz temblorosa.

No supe qué decirle. Los niños corrieron hacia él y le abrazaron llorando. Yo me quedé quieta, sintiendo una mezcla de alivio y resentimiento.

Esa noche cenamos juntos por primera vez en casi un año. Tomás intentó explicarse:
—Necesitaba escapar… No podía más aquí… Pero os he echado tanto de menos…

Le escuché en silencio. No le interrumpí cuando habló de las noches solitarias en Alemania, del trabajo duro y de las fiestas con amigos para olvidar el vacío. Tampoco le pregunté si había conocido a alguien más; no quería saberlo.

Durante semanas intentamos volver a ser una familia. Tomás buscó trabajo aquí, ayudó a los niños con los deberes y hasta volvió a tocar la guitarra en casa. Pero algo había cambiado entre nosotros. Yo ya no era la misma mujer que él dejó atrás; había aprendido a vivir sola, a tomar decisiones sin esperar su aprobación.

Una noche discutimos fuerte:
—¿Por qué volviste? —le grité—. ¿Por nosotros o porque allí tampoco eras feliz?
Tomás bajó la mirada:
—No lo sé… Solo sé que os necesito.

Las palabras quedaron flotando en el aire como una promesa rota. Empecé a preguntarme si era posible perdonar de verdad o si solo estábamos fingiendo por miedo a estar solos.

Hoy, meses después de su regreso, sigo sin tener todas las respuestas. A veces le miro y veo al chico del que me enamoré; otras veces solo veo al hombre que me abandonó cuando más le necesitaba.

Me pregunto si alguna vez podré volver a confiar plenamente en él… ¿Se puede reconstruir lo que se ha roto tantas veces? ¿O es mejor aprender a vivir con las cicatrices?

¿Vosotros qué haríais? ¿Perdonaríais o seguiríais adelante solos?