Después de la boda, descubrí que mi marido solo escucha a su madre: ¿cuándo dejé de ser yo misma?
—¿Por qué has puesto el mantel azul? Ya sabes que a mamá le gusta el blanco —me susurró Daniel al oído, mientras yo intentaba servir la cena en la mesa del comedor. El olor a cocido llenaba el piso de Lavapiés, pero el ambiente era tan denso que apenas podía respirar. Carmen, mi suegra, se sentó en la cabecera y me miró con esa sonrisa que nunca llegaba a los ojos.
—No te preocupes, Lucía —dijo ella, con voz dulce y afilada—. Ya aprenderás cómo nos gustan las cosas en esta casa.
En ese momento, sentí cómo una grieta se abría bajo mis pies. Habían pasado solo dos semanas desde la boda y ya no reconocía mi vida. Yo, que siempre había sido independiente, con mi pequeño piso en Chamberí y mis tardes de café con amigas, ahora vivía en casa de mi suegra porque Daniel insistió en que «sería temporal». Carmen lo había sugerido con esa autoridad disfrazada de amabilidad: «Así os ayudo a empezar, hija». Y yo, por amor o por miedo a decepcionar, acepté.
Las primeras noches apenas dormía. Escuchaba los pasos de Carmen por el pasillo, su voz hablando por teléfono hasta tarde, sus comentarios sobre cómo debía organizar la ropa o cocinar la tortilla. Daniel parecía no notar nada. Cuando intentaba hablar con él, solo repetía:
—Mi madre tiene experiencia. Nos está ayudando.
Pero yo sentía que cada día perdía un poco más de mí misma. Mis amigas dejaron de invitarme a salir porque siempre tenía una excusa: «Carmen quiere cenar juntas», «Daniel prefiere que me quede en casa». Mi madre me llamaba preocupada:
—¿Estás bien, Lucía? Te noto apagada.
—Todo bien, mamá —mentía—. Solo estoy adaptándome.
Pero la verdad era otra. Una tarde, mientras doblaba ropa en el salón, escuché a Carmen hablando con su hermana por teléfono:
—Lucía es buena chica, pero le falta mano para llevar una casa. Menos mal que Daniel me tiene a mí.
Sentí rabia y vergüenza. ¿Era eso lo que pensaban de mí? ¿Una invitada incómoda en mi propio matrimonio?
El tiempo pasaba y la situación empeoraba. Carmen opinaba sobre todo: desde la ropa que debía ponerme hasta cuándo debíamos tener hijos. Daniel asentía a todo sin cuestionar nada. Una noche, después de una discusión sobre si debíamos irnos un fin de semana a Segovia (Carmen decía que era «innecesario gastar dinero»), exploté:
—¡Daniel! ¿Alguna vez vas a tomar una decisión sin preguntarle a tu madre?
Él me miró como si no entendiera el idioma.
—No exageres, Lucía. Solo quiero lo mejor para nosotros.
—¿Y lo mejor para nosotros es hacer siempre lo que ella dice?
Se hizo un silencio incómodo. Carmen apareció en la puerta, fingiendo sorpresa:
—¿Todo bien?
No respondí. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Empecé a notar cómo mi carácter cambiaba. Ya no opinaba sobre nada importante; prefería evitar discusiones. Mi autoestima se desmoronaba. Un día, al mirarme al espejo, apenas reconocí a la mujer que era antes: alegre, decidida, llena de sueños.
La gota que colmó el vaso llegó una tarde de domingo. Habíamos planeado visitar a mi familia en Alcalá de Henares. Carmen se puso enferma de repente y Daniel canceló todo sin consultarme.
—Mi madre me necesita —dijo él—. Ya iremos otro día.
Sentí una mezcla de tristeza y furia. ¿Y yo? ¿Cuándo iba a necesitarme yo misma?
Esa noche llamé a mi amiga Marta y le conté todo entre sollozos.
—Lucía —me dijo—, tienes que poner límites. Si no lo haces tú, nadie lo hará por ti.
Sus palabras me dieron fuerzas. Al día siguiente hablé con Daniel:
—Necesito que esto cambie. Quiero recuperar mi vida, mis decisiones… nuestra intimidad como pareja.
Él se quedó callado mucho rato.
—No sé si puedo —susurró al final—. Mi madre siempre ha estado ahí para mí.
—Pero ahora estoy yo —le respondí—. Y si no puedes elegirnos como pareja… no sé si puedo seguir aquí.
Esa noche dormí en el sofá del salón. Carmen pasó junto a mí y murmuró:
—Las mujeres de verdad saben adaptarse.
Me mordí la lengua para no gritarle todo lo que sentía.
Pasaron semanas de silencios y miradas frías. Daniel no daba el paso de buscar un piso para los dos; Carmen seguía organizando nuestras vidas como si nada hubiera pasado. Un día empaqué mis cosas y volví al piso de Chamberí. Lloré mucho, pero también sentí alivio.
Daniel vino a buscarme varias veces. Me prometió cambios, pero nunca llegó a enfrentarse realmente a su madre. Yo aprendí a estar sola otra vez, a reencontrarme con mis amigas y conmigo misma.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿cuándo dejé de ser yo para convertirme en lo que otros esperaban? ¿Cuántas mujeres más viven bajo la sombra de una suegra dominante o un marido incapaz de cortar el cordón umbilical?
¿Vosotras también habéis sentido alguna vez que os perdíais por complacer a los demás? ¿Dónde está el límite entre amar y dejarse anular?