Entre Ladridos y Lágrimas: Cuando un Perro Divide un Hogar
—¿Otra vez Luna se hizo en la alfombra?— pregunté, con la voz temblorosa de rabia contenida, mientras veía el charco junto a la mesa del comedor. Mariana ni siquiera me miró. Seguía sentada en el sofá, acariciando a la perra como si nada hubiera pasado.
—Es una cachorra, Javier. ¿Qué esperabas?— respondió, su tono tan frío que sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
Quince años juntos. Quince años de aprender a ceder, de compartir silencios y risas, de sobrevivir a la rutina y a los problemas económicos que nos trajo la pandemia. Pero nunca imaginé que una perra —una bola de pelos con ojos tristes y orejas caídas— sería el detonante de nuestra mayor crisis.
Todo empezó hace seis meses, cuando Mariana llegó a casa con Luna en brazos. «La encontré en la calle, temblando de frío. No podía dejarla ahí», me dijo, suplicando con la mirada. Yo no quería perros. Crecí en un departamento pequeño en Iztapalapa, donde los animales eran un lujo imposible. Pero Mariana siempre soñó con tener uno. Y yo… yo siempre quise verla feliz.
Al principio intenté adaptarme. Compramos croquetas, una camita, juguetes. Pero Luna no dejaba de llorar por las noches, y sus ladridos despertaban a los vecinos. Mariana dormía abrazada a ella, mientras yo me refugiaba en el sillón del comedor, sintiéndome un extraño en mi propia casa.
Las discusiones se volvieron rutina. «No puedo más con el desorden», le decía yo. «¿Y qué quieres que haga? ¿Que la abandone?», me respondía ella, con lágrimas en los ojos. Cada palabra era una herida nueva.
Una noche, después de una pelea especialmente amarga, salí a caminar por la colonia. Las luces de los puestos de tacos parpadeaban en la oscuridad y el olor a gasolina y cilantro llenaba el aire. Pensé en mi padre, que siempre decía que los hombres no lloran. Pero esa noche lloré, sintiendo que todo lo que habíamos construido se desmoronaba por culpa de un animal.
Intentamos terapia de pareja. La psicóloga —una señora amable llamada Lucía— nos escuchó durante semanas. Mariana hablaba de su soledad, de cómo Luna llenaba un vacío que yo no había visto crecer entre nosotros. Yo hablaba de mi cansancio, del miedo a perderla, del resentimiento que me ahogaba cada vez que veía pelos en mi ropa o encontraba zapatos mordidos.
Pero nada cambiaba. Luna seguía ahí, entre nosotros, como un muro invisible.
Un sábado por la mañana, mientras desayunábamos en silencio, Mariana dejó caer la bomba:
—No puedo elegir entre ustedes dos… pero si tienes que irte para estar en paz, lo entenderé.
Sentí que el aire se volvía denso, irrespirable. Miré a Luna, que movía la cola sin entender nada. Miré a Mariana, sus ojos rojos de tanto llorar. Y supe que habíamos llegado al límite.
Esa tarde llamé a mi hermana Verónica. Le conté todo entre sollozos y risas nerviosas. «¿De verdad vas a dejar que un perro destruya tu matrimonio?», me preguntó. No supe qué responderle.
Los días siguientes fueron una tortura. Mariana y yo apenas nos hablábamos. Luna parecía sentir la tensión: ya no jugaba como antes, se escondía bajo la mesa cada vez que levantábamos la voz.
Una noche, mientras lavaba los trastes, escuché a Mariana llorar en el cuarto. Me acerqué y la vi abrazada a Luna, susurrándole palabras que nunca supe si eran para ella o para mí.
—¿Por qué no puedes quererla como yo?— me preguntó sin mirarme.
No supe qué decirle. Tal vez porque Luna era el símbolo de todo lo que habíamos perdido: la complicidad, la paciencia, el amor sencillo de los primeros años.
El ultimátum llegó una semana después:
—Javier, necesito que decidas si puedes vivir con nosotras… o si prefieres irte.
Me quedé mudo. Pensé en todo lo que habíamos compartido: las fiestas familiares en casa de mi suegra en Puebla; las noches de lluvia viendo películas viejas; los sueños que alguna vez tuvimos de tener hijos —sueños que nunca se cumplieron por miedo o por falta de tiempo.
Pensé también en Luna: sus ojos llenos de miedo cuando llegó a casa; su alegría desbordada cuando Mariana llegaba del trabajo; su lealtad incondicional.
Esa noche dormí poco. Al amanecer, salí al balcón y vi cómo la ciudad despertaba entre cláxones y gritos lejanos. Me pregunté si realmente era Luna el problema… o si solo era el reflejo de todo lo que no supimos resolver antes.
Hoy escribo esto desde el departamento vacío. Mariana se quedó con Luna; yo me fui con una maleta y una tristeza que no cabe en palabras. A veces pienso en regresar, pedir perdón, intentar empezar de nuevo. Otras veces creo que es mejor así: dos soledades aprendiendo a sanar por separado.
¿De verdad puede un perro destruir lo que creíamos indestructible? ¿O solo vino a mostrar las grietas que ya estaban ahí? No sé si algún día tendré respuestas… pero sé que nunca volveré a subestimar el poder de un ladrido para cambiarlo todo.