Entre Sombras y Secretos: La Verdad Detrás de las Noches de Sebastián
—¿Otra vez te vas a quedar en casa de Valeria? —le pregunté a Sebastián, intentando que mi voz no temblara, aunque sentía el corazón apretado en el pecho.
Él ni siquiera levantó la mirada del celular. —Sí, amor. Es que su mamá está enferma y quiere que la acompañe. Ya sabes cómo es Valeria, se pone nerviosa sola.
Mentira. O al menos eso sentía yo. Porque en tres años de relación, nunca había dudado de Sebastián. Pero desde hace unos meses, cada vez que mencionaba a Valeria, una sombra se colaba entre nosotros. No era celos, era algo más profundo: la sensación de que había un secreto flotando en el aire, uno que nadie se atrevía a nombrar.
Mi mamá siempre decía: “En este pueblo todos se conocen, pero nadie se cuenta la verdad”. Y yo, criada en las calles polvorientas de San Miguel de Tucumán, aprendí a leer los silencios mejor que las palabras. Por eso, cuando Sebastián empezó a dormir en casa de Valeria una vez por semana, supe que algo no estaba bien.
La primera vez que lo hizo, me contó que era por el cumpleaños del hermano menor de Valeria. La segunda, porque se había quedado sin luz y tenía miedo. La tercera, porque su papá había viajado y ella no quería estar sola. Siempre había una excusa perfecta, pero nunca una invitación para que yo fuera también.
Una noche, mientras cenábamos empanadas en la cocina de mi abuela, me animé a preguntarle a mi prima Lucía:
—¿Vos sabés si pasa algo entre Sebastián y Valeria?
Lucía me miró con esos ojos grandes y sinceros que tiene desde chica. —No sé, prima. Pero viste cómo es la gente acá… A veces lo que parece inocente no lo es tanto.
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, escuchando el zumbido de los mosquitos y repasando cada conversación, cada mirada esquiva de Sebastián cuando le preguntaba por Valeria. Al día siguiente, decidí enfrentar mis miedos.
—Quiero conocer a Valeria —le dije a Sebastián, mirándolo fijo a los ojos.
Él dudó un segundo. Apenas perceptible, pero lo noté. —¿Para qué? Si apenas la ves en las fiestas del barrio…
—Quiero hablar con ella. Saber cómo está su mamá…
Sebastián aceptó a regañadientes. El domingo siguiente fuimos juntos a la casa de Valeria, una casita humilde al final del pasaje Los Álamos. Cuando llegamos, ella salió a recibirnos con una sonrisa amplia y sincera. Era bonita, pero no de una manera llamativa; tenía algo cálido en la mirada, como si pudiera abrazarte solo con los ojos.
—¡Hola! Vos debés ser Camila —me dijo, extendiéndome la mano.
Entramos y nos sentamos en el patio bajo un limonero cargado de frutos. Hablamos de todo: del calor insoportable del verano tucumano, de las lluvias que nunca llegaban, del precio del pan en la panadería del barrio. Pero yo sentía que había algo más, algo que ninguno de los dos se animaba a decir.
En un momento, Valeria se quedó callada y me miró fijo.
—¿Sabés? Sebastián es como un hermano para mí. Desde chicos nos cuidamos mutuamente…
Sentí alivio y rabia al mismo tiempo. ¿Por qué no podía confiar en ellos? ¿Por qué Sebastián nunca me invitó antes?
Pero entonces pasó algo extraño. La mamá de Valeria salió al patio y al verme se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Gracias por venir, hija —me dijo—. Hace mucho que no veo a Sebastián tan feliz como cuando habla de vos.
Me quedé helada. ¿Feliz? ¿Entonces por qué sentía esa distancia entre nosotros?
Esa noche, cuando volvimos a casa, Sebastián me abrazó fuerte.
—Perdoname si te hice dudar —me susurró—. Es que Valeria… ella me ayudó mucho cuando mi viejo se fue de casa. Le prometí que siempre iba a estar para ella cuando lo necesitara. Pero vos sos mi vida, Cami.
Lloré en silencio sobre su pecho. No sabía si creerle o no. En mi cabeza seguían girando las palabras de Lucía: “A veces lo que parece inocente no lo es tanto”.
Pasaron los días y traté de dejar atrás mis dudas. Pero cada vez que Sebastián decía que iba a dormir en casa de Valeria, una parte de mí se rompía un poco más.
Hasta que una tarde recibí un mensaje inesperado:
“Hola Camila. ¿Podés venir? Necesito hablar con vos”. Era Valeria.
Fui temblando hasta su casa. Me recibió en la puerta y me llevó directo al patio.
—No quiero que pienses mal de mí ni de Sebastián —me dijo—. Pero hay algo que tenés que saber…
Me contó todo: su papá era violento y muchas noches ella tenía miedo de quedarse sola con él cuando su mamá estaba internada. Sebastián dormía allí para protegerla, para asegurarse de que nada malo le pasara.
Sentí vergüenza por mis sospechas y rabia por el silencio de ambos. ¿Por qué no me lo dijeron antes? ¿Por qué cargar con ese peso solos?
Esa noche hablé con Sebastián como nunca antes:
—No quiero secretos entre nosotros —le dije—. Prefiero la verdad dolorosa antes que la duda constante.
Él lloró conmigo y prometió nunca más ocultarme nada.
Hoy sigo preguntándome: ¿Cuánto daño hacen los secretos en una relación? ¿Hasta dónde llega la confianza cuando el miedo y el amor se mezclan? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?