«Gano más dinero, así que no haré nada más»: El precio invisible de mi matrimonio

—¿Y por qué tengo que hacerlo yo, Lucía? —me espetó Fernando mientras dejaba caer su chaqueta sobre el respaldo del sofá, sin mirarme siquiera—. Trabajo diez horas al día, gano el doble que tú. ¿No crees que ya hago suficiente?

Me quedé de pie en la cocina, con las manos húmedas por el agua jabonosa y el corazón encogido. Los niños discutían en el pasillo por quién se quedaba con la tablet, y yo sentía que todo el peso de la casa caía sobre mis hombros. No era la primera vez que Fernando soltaba esa frase, pero esa noche, después de diez años juntos, dolió como nunca.

Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca. Él estudiaba Derecho, yo Magisterio. Nos enamoramos entre cafés y apuntes, soñando con una vida compartida, llena de respeto y apoyo mutuo. Al principio, todo era fácil: compartíamos tareas, nos reíamos cocinando juntos, hacíamos planes para viajar por Andalucía en verano. Pero los años pasaron, llegaron los niños —Paula y Sergio— y la rutina fue apagando poco a poco esa complicidad.

Fernando empezó a trabajar en un bufete importante de Madrid. Su sueldo creció rápido, y con él, su ego. Yo conseguí una plaza como profesora en un colegio público del barrio. Mi trabajo me llenaba, pero era evidente que para él no tenía el mismo valor. «Tú tienes las tardes libres», solía decirme con una sonrisa irónica, como si educar a veinticinco niños fuera un paseo por el parque.

Esa noche, después de su comentario, me senté a cenar sola. Él se encerró en el despacho con su portátil y una copa de vino caro. Los niños cenaron viendo dibujos animados. Sentí una soledad tan densa que casi podía tocarla.

Al día siguiente, intenté hablar con él antes de que se fuera al trabajo.

—Fernando, esto no puede seguir así. No soy tu criada. Necesito que estés presente, que ayudes en casa, que seas padre…

Él ni siquiera levantó la vista del móvil.

—Lucía, no exageres. Si quieres ayuda, contrata a alguien. Para eso está mi sueldo.

Me quedé helada. ¿Era eso lo que valía nuestro matrimonio? ¿Un sueldo? ¿Un contrato tácito donde él pagaba y yo servía?

Las semanas siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y pequeñas batallas cotidianas: la lavadora sin poner, los deberes de los niños sin supervisar, las reuniones del colegio a las que siempre iba sola. Mis amigas del colegio me decían que no era la única; que muchas parejas caían en esa trampa cuando uno ganaba más dinero. Pero yo no quería resignarme.

Una tarde de domingo, mientras doblaba ropa en el salón y los niños jugaban en sus habitaciones, mi madre me llamó.

—Lucía, hija, te noto triste últimamente. ¿Qué pasa?

No pude evitarlo y rompí a llorar.

—Mamá, siento que estoy sola en esto. Fernando solo piensa en su trabajo y en el dinero. Ya ni hablamos…

Mi madre suspiró al otro lado del teléfono.

—El dinero no da la felicidad, Lucía. Y menos si se usa como excusa para no querer ni cuidar.

Sus palabras me hicieron pensar. ¿Cuándo habíamos dejado de ser un equipo? ¿En qué momento el amor se había convertido en una cuenta corriente?

Esa noche decidí enfrentar a Fernando. Esperé a que los niños se durmieran y apagué la televisión.

—Fernando, tenemos que hablar —dije con voz firme—. No puedo más con esta situación. No quiero vivir con alguien que cree que pagar las facturas es suficiente para ser marido y padre.

Él me miró sorprendido.

—¿Y qué quieres que haga? Trabajo para que no os falte nada.

—Nos falta lo más importante: tú —le respondí sin titubear—. Nos faltas tú en la mesa, tú en los juegos con los niños, tú en las decisiones importantes… El dinero no sustituye tu presencia ni tu cariño.

Por primera vez en mucho tiempo vi una sombra de duda en sus ojos. Pero enseguida se recompuso.

—No sé qué esperas de mí —dijo encogiéndose de hombros—. Así es la vida.

Me fui a dormir llorando esa noche. Al día siguiente, decidí pedir cita con una psicóloga del centro de salud del barrio. Necesitaba entender qué me estaba pasando y cómo podía recuperar mi autoestima.

Las sesiones me ayudaron a ver que no era culpable por exigir igualdad ni por querer ser feliz. Empecé a salir más con mis amigas, a dedicarme tiempo a mí misma y a hablar abiertamente con los niños sobre lo que sentían.

Un día Paula me preguntó:

—Mamá, ¿por qué papá nunca viene al parque con nosotros?

No supe qué responderle sin hacerle daño. Me limité a abrazarla fuerte y prometerle que haría todo lo posible para cambiar las cosas.

La tensión en casa crecía cada día más. Fernando llegaba cada vez más tarde y apenas hablábamos. Una noche llegó borracho de una cena de empresa y empezó a gritarme delante de los niños:

—¡Si tan mal estás conmigo vete! ¡A ver cómo te las apañas sin mi dinero!

Paula rompió a llorar y Sergio se escondió bajo la mesa. Fue el punto de inflexión. Al día siguiente llamé a mi hermana Marta y le pedí ayuda para buscar un piso pequeño cerca del colegio.

Cuando Fernando llegó esa noche le dije:

—Me voy con los niños. No quiero que crezcan pensando que esto es normal.

Por primera vez vi miedo en su rostro.

—¿De verdad vas a dejarlo todo?

—No lo dejo todo —le respondí—. Me llevo lo más importante: mi dignidad y la felicidad de nuestros hijos.

Ahora vivimos los tres en un piso pequeño pero lleno de risas y tranquilidad. Fernando intenta ver a los niños los fines de semana y ha empezado terapia por su cuenta. No sé si algún día podremos reconstruir algo juntos o si este es el final definitivo.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres aguantan lo inaguantable porque creen que no pueden vivir sin el dinero de su pareja? ¿Cuándo aprenderemos a valorar nuestro propio esfuerzo y dejar de medir el amor en euros?