La doble vida de Tomás: Descubierta por un simple descuido

—¿Otra vez lentejas en el trabajo? —pregunté, intentando sonar casual mientras recogía su fiambrera vacía de la encimera.

Tomás sonrió, se encogió de hombros y besó a nuestra hija, Alba, que hacía los deberes en la mesa del salón. Yo me quedé mirando la fiambrera. Estaba limpia, como si nunca hubiera contenido comida. Algo dentro de mí se removió, pero me obligué a no pensar demasiado. No quería convertirme en una de esas esposas desconfiadas que revisan el móvil de su marido.

Sin embargo, las semanas pasaron y la inquietud creció. Tomás llegaba a casa siempre de buen humor, con el estómago lleno y sin rastro de cansancio. En el banco, nuestro saldo apenas se movía. No había pagos de menús del día ni cafés en la oficina. Una tarde, mientras revisaba los movimientos para cuadrar las cuentas del mes, lo vi claro: Tomás no gastaba nada fuera de casa. Ni un euro.

Esa noche, mientras él veía el telediario, me senté a su lado y le pregunté:

—¿No comes nunca fuera? ¿No te tomas ni un café con los compañeros?

Tomás apartó la vista de la pantalla y me miró con una sonrisa forzada.

—No, últimamente llevo todo de casa. Ya sabes cómo está la cosa…

No insistí, pero mi cabeza no paraba de dar vueltas. ¿Y si tenía otra familia? ¿Y si me mentía sobre su trabajo? ¿Y si…?

Al día siguiente, decidí pasar por su oficina. Llevaba años sin ir, pero recordaba bien la dirección. Me planté delante del edificio y sentí un escalofrío: el logo de la empresa ya no estaba en la puerta. Entré y pregunté por Tomás.

—¿Tomás García? —la recepcionista frunció el ceño—. Aquí no trabaja nadie con ese nombre desde hace meses.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Salí tambaleándome y llamé a mi hermana Marta.

—¿Qué pasa, Lucía? Tienes voz rara.

—Marta… creo que Tomás me está mintiendo. No trabaja donde dice.

Ella guardó silencio unos segundos antes de responder:

—Ven a casa y hablamos. No te quedes sola con esto.

Esa noche, enfrenté a Tomás. Alba ya dormía. Cerré la puerta del salón y lo miré a los ojos.

—He ido a tu oficina. Me han dicho que no trabajas allí desde hace meses. ¿Qué está pasando?

Tomás se quedó pálido. Bajó la cabeza y empezó a llorar. Nunca lo había visto así.

—Me despidieron en enero —susurró—. No supe cómo decírtelo. Cada mañana salgo de casa y me siento en el parque o en la biblioteca. Busco trabajo por internet, pero no encuentro nada… No quería decepcionarte ni preocupar a Alba.

Sentí rabia, tristeza y compasión al mismo tiempo. ¿Cómo podía haberme ocultado algo así? ¿Por qué prefirió mentir antes que confiar en mí?

—¿Y el dinero? —pregunté—. ¿Cómo hemos pagado las facturas?

—He tirado de los ahorros —admitió—. Pero ya casi no queda nada.

Me senté a su lado y lloramos juntos. La mentira dolía, pero más aún su desesperación y miedo al fracaso. En España, perder el empleo es casi una condena social; los amigos desaparecen, la familia juzga, y uno se siente menos persona.

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Tomás seguía buscando trabajo sin éxito y yo tuve que pedir ayuda a mis padres para pagar el alquiler. Alba notaba la tensión aunque intentábamos disimular.

Una tarde, mi suegra Carmen vino a casa sin avisar. Al vernos tan decaídos, preguntó directamente:

—¿Qué os pasa? Aquí huele a problemas.

Tomás rompió a llorar otra vez y le contó todo. Carmen lo abrazó fuerte.

—Hijo, ¿cómo has podido cargar con esto tú solo? Somos familia para lo bueno y para lo malo.

Esa noche cenamos juntos por primera vez en semanas sin sentirnos culpables ni avergonzados. Hablamos largo rato sobre lo difícil que es pedir ayuda cuando uno siente que ha fallado.

Poco a poco fuimos reconstruyendo nuestra vida. Yo encontré un trabajo de media jornada en una tienda del barrio y Tomás empezó a colaborar con un amigo en reformas mientras seguía buscando algo más estable.

La confianza tardó en volver, pero aprendimos a hablar sin miedo ni orgullo. Alba nos abrazaba cada noche antes de dormir y nos recordaba lo importante: seguir juntos pase lo que pase.

A veces me pregunto cuántas familias viven atrapadas en mentiras por miedo al qué dirán o por vergüenza al fracaso. ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda? ¿Cuántos Tomás hay en España ocultando su dolor tras una sonrisa fingida?