La traición de los que más amamos: Mi vida tras el engaño de mi marido con mi mejor amiga

—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Luis? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras miraba el reloj de la cocina. Eran casi las once de la noche y la cena se había enfriado hacía horas. Él dejó las llaves sobre la mesa y suspiró, evitando mi mirada.

—El trabajo, Lucía. Ya sabes cómo está todo en la oficina —respondió sin convicción, mientras se quitaba la chaqueta.

No era la primera vez que llegaba tarde en los últimos meses. Pero esa noche, algo dentro de mí se rompió. Quizá fue la forma en que evitó mirarme, o el leve olor a perfume que no era mío. Mi intuición gritaba, pero me negaba a escucharla. Después de veinte años juntos, dos hijos y una vida construida a base de sacrificios y rutinas compartidas, ¿cómo iba a sospechar lo peor?

Pero lo peor llegó. Y llegó de la mano de quien menos esperaba: Carmen, mi mejor amiga desde la universidad. La misma Carmen con la que compartía tardes de café, confidencias y risas en el parque mientras nuestros hijos jugaban juntos. La misma Carmen que me abrazó cuando murió mi madre y me ayudó a organizar las comuniones de mis hijos.

Todo empezó a desmoronarse un sábado por la mañana. Estaba buscando un cargador en el bolso de Luis cuando vi su móvil vibrar. Un mensaje en la pantalla: «No puedo dejar de pensar en anoche. Te echo de menos.» El remitente: Carmen.

Sentí un frío recorrerme el cuerpo. El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. Abrí el mensaje y vi toda una conversación llena de palabras que nunca me había dicho a mí. Palabras de deseo, promesas de encuentros furtivos, confesiones de amor prohibido.

No recuerdo cómo llegué al salón ni cómo me senté frente a Luis con el móvil temblando en mis manos. Solo recuerdo mi voz, rota y apenas audible:

—¿Desde cuándo?

Luis se quedó pálido. Miró el móvil y luego me miró a mí, como si no supiera qué decir. Carmen intentó llamarme varias veces ese día, pero no pude contestar. No podía soportar escuchar su voz.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Mis hijos, Pablo y Marta, notaban la tensión aunque intentábamos disimular. Mi suegra, Mercedes, vino a casa con su habitual tono crítico:

—Lucía, hija, ¿qué está pasando aquí? Luis está muy raro y los niños no paran de preguntar.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicar que tu vida se ha convertido en una mentira? ¿Cómo decirle a tus hijos que su padre ha traicionado todo lo que creíamos sagrado?

La noticia se extendió por el barrio más rápido de lo que imaginé. Las miradas en el supermercado, los susurros en la puerta del colegio… De repente, todos sabían lo que había pasado. Me sentí humillada y sola.

Una tarde, Carmen apareció en mi puerta. Llevaba los ojos hinchados y las manos temblorosas.

—Lucía, por favor… déjame explicarte —suplicó.

—¿Explicarme qué? —le grité— ¿Cómo pudiste? ¡Éramos amigas! ¡Confiaba en ti más que en nadie!

Ella rompió a llorar y se arrodilló ante mí.

—No quería hacerte daño… Todo se nos fue de las manos…

Cerré la puerta antes de escuchar más excusas. No podía soportar verla ni un segundo más.

Luis intentó arreglarlo durante semanas. Me escribió cartas, me compró flores, incluso fue a hablar con el cura del barrio para pedir consejo. Pero yo ya no podía mirarle igual. Cada vez que le veía, recordaba sus mentiras y las noches en las que yo le esperaba despierta mientras él estaba con ella.

Mis padres me aconsejaron que luchara por mi familia.

—Piensa en los niños —me decía mi madre—. Todos cometemos errores.

Pero yo ya no era la misma. Algo dentro de mí se había roto para siempre.

El día que firmamos los papeles del divorcio fue uno de los más tristes de mi vida. Pablo lloró durante horas; Marta dejó de hablarme durante semanas porque pensaba que yo tenía la culpa por no perdonar a su padre.

Me sentí culpable, sola y perdida. Pero también sentí una extraña libertad. Por primera vez en años, podía decidir por mí misma quién quería ser.

Empecé terapia y poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Volví a pintar —algo que había dejado hace años— y retomé contacto con viejas amigas del instituto. Aprendí a estar sola sin sentirme vacía.

Hoy, dos años después, sigo preguntándome cómo es posible sobrevivir a una traición así. A veces veo a Luis en el parque con Carmen y siento rabia, pero también compasión: sé que ellos tampoco serán nunca felices del todo.

¿Es posible volver a confiar después de un golpe así? ¿Cuántas veces somos capaces de perdonar antes de perder nuestra dignidad? Yo aún no tengo todas las respuestas… ¿Y vosotros?