Lecciones de un Amor Perdido: Reflexiones de Mariana sobre Respeto y Límites
—¿Por qué no contestas, Mariana? ¿Otra vez con tus silencios? —La voz de Daniel retumbó en la cocina, mezclándose con el olor a café recalentado y la lluvia que golpeaba el techo de lámina. Yo apretaba la taza entre las manos, buscando calor donde ya no lo había.
No era la primera vez que discutíamos por lo mismo. Daniel quería saberlo todo: dónde estaba, con quién hablaba, por qué tardaba tanto en responder sus mensajes. Al principio pensé que era amor, que su preocupación era una forma intensa de quererme. Pero con el tiempo, esa intensidad se volvió una sombra que me seguía a todas partes.
Mi abuela Lucía siempre decía: «Mija, el amor no es cárcel. Si te quieren de verdad, te dejan ser libre». Pero yo, terca como soy, creí que podía cambiarlo. Que si le demostraba suficiente cariño, él confiaría en mí. Qué ingenua fui.
Esa tarde, mientras la lluvia arreciaba y Daniel esperaba una respuesta que no podía darle, recordé la última vez que visité a mi abuela en su casa de adobe en el campo. Ella estaba sentada en su mecedora, tejiendo una bufanda para el invierno. Me miró con esos ojos cansados pero llenos de vida y me dijo:
—Mariana, nunca permitas que nadie te haga sentir menos. Ni por amor ni por miedo.
Pero yo tenía miedo. Miedo de estar sola, miedo de no ser suficiente para Daniel, miedo de decepcionar a mi familia. En mi pueblo, las mujeres aún cargamos con la expectativa de ser buenas esposas, buenas hijas, buenas madres. Nadie nos enseña a ser buenas con nosotras mismas.
—¿Me estás escuchando? —insistió Daniel, alzando la voz.
—Sí —respondí apenas en un susurro—. Solo estoy cansada.
Él bufó y salió dando un portazo. El eco resonó en mi pecho como un disparo. Me quedé sola con mis pensamientos y el consejo de mi abuela dando vueltas en mi cabeza.
Esa noche no dormí. Me pregunté cuándo fue que empecé a perderme en esa relación. Recordé los primeros meses: las flores silvestres que me traía del mercado, las serenatas desafinadas bajo mi ventana, los paseos por el malecón al atardecer. Pero también recordé las primeras señales: los celos disfrazados de bromas, las críticas veladas sobre mi ropa o mis amigas, las disculpas después de cada arrebato.
Una vez le conté a mi mamá lo que pasaba. Ella solo suspiró y dijo: «Así son los hombres, hija. Hay que tener paciencia». Pero yo ya no quería paciencia; quería respeto.
Al día siguiente fui a ver a mi abuela. El camino estaba embarrado por la lluvia y llegué con los zapatos llenos de lodo y el corazón hecho trizas. Ella me recibió con un abrazo apretado y un mate caliente.
—Abuela —le dije entre lágrimas—, creo que Daniel no me quiere bien.
Ella me miró largo rato antes de responder:
—El amor no duele así, Mariana. El amor cuida, no controla. ¿Te acuerdas cuando eras niña y te caíste del árbol? Yo te curé la rodilla, pero te dejé volver a trepar porque sabía que necesitabas aprender sola. Así es el amor: acompaña sin atar.
Sus palabras fueron como bálsamo y cuchillo al mismo tiempo. Sabía lo que tenía que hacer, pero me dolía admitirlo.
Esa noche hablé con Daniel. Le dije que necesitaba espacio, que quería recuperar mi vida antes de perderla por completo.
—¿Eso es todo? ¿Después de todo lo que hice por ti? —me gritó—. ¡Eres una malagradecida!
Sentí miedo, pero también una extraña paz. Por primera vez en mucho tiempo, estaba poniendo un límite.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: culpa, alivio, tristeza y una tímida esperanza. Mis amigas me apoyaron; algunas me confesaron que también habían pasado por relaciones así. Mi mamá lloró conmigo y finalmente entendió que el amor no debe doler.
Volví a visitar a mi abuela cada semana. Aprendí a disfrutar mi soledad: los paseos por el campo, las tardes leyendo bajo el árbol de mango, las charlas interminables con ella sobre la vida y el amor.
Un día le pregunté:
—¿Cómo supiste poner límites, abuela?
Ella sonrió y me acarició el cabello:
—Porque aprendí a quererme primero, Mariana. Y cuando una mujer se quiere de verdad, nadie puede hacerla sentir menos.
Hoy miro atrás y agradezco esa ruptura dolorosa. Aprendí que el respeto propio es el cimiento de cualquier relación sana; que poner límites no es egoísmo sino amor propio; que una mujer valiente es aquella que sabe cuándo quedarse y cuándo irse.
A veces me pregunto si Daniel habrá entendido algo de todo esto. Si alguna vez aprenderemos —como sociedad— a amar sin poseer, a cuidar sin asfixiar.
Y ahora les pregunto: ¿cuántas veces hemos confundido control con amor? ¿Cuándo aprenderemos a querernos primero?