“Mejor cada quien paga lo suyo”, dijo el soltero: Una cita, una cuenta y una lección inesperada
—¿Entonces qué, Mariana? ¿Nos vemos el viernes? —me escribió Javier por WhatsApp, con ese tono seguro que tanto me había intrigado desde que hicimos match en la app.
No sé por qué acepté. Quizá fue la presión de mis amigas, o tal vez el miedo a quedarme sola después de los treinta. Mi mamá siempre decía que las mujeres como yo, independientes y tercas, terminan rodeadas de gatos. Pero yo no quería gatos. Quería sentirme viva otra vez.
El viernes llegó y, mientras me arreglaba frente al espejo, mi hermana menor, Valeria, entró al cuarto sin tocar.
—¿Otra vez con ese vestido rojo? —preguntó, burlona—. ¿No te cansas de intentar impresionar a desconocidos?
—No es para él —le respondí—. Es para mí. Quiero sentirme bonita.
Valeria rodó los ojos y salió, pero no sin antes dejar caer: —Nada más no regreses llorando como la vez pasada.
Tomé un taxi rumbo a la Condesa. El tráfico era un infierno y mi ansiedad crecía con cada minuto. Javier ya me esperaba en la terraza del café, vestido con una camisa azul y una sonrisa que parecía ensayada.
—¡Hola, Mariana! —me saludó con un beso en la mejilla—. Qué gusto verte en persona.
La conversación fluyó al principio. Hablamos de películas, de política, de lo difícil que es encontrar departamento en la ciudad. Pero poco a poco noté detalles que me incomodaban: interrumpía mis historias para contar las suyas, hacía bromas sobre «las feministas intensas» y se quejaba de su exnovia porque «era demasiado independiente».
Pedimos café y después unas cervezas. Cuando llegó la cuenta, Javier la tomó y la miró durante unos segundos eternos. Luego, con una sonrisa forzada, dijo:
—¿Qué te parece si mejor cada quien paga lo suyo? Así no hay malos entendidos.
Me quedé helada. No era el dinero —yo podía pagar mi parte—, era el mensaje detrás: esa falta de cortesía disfrazada de modernidad. Recordé las veces que mi papá pagaba la comida familiar aunque estuviera enojado con todos. Recordé a mi exnovio, Daniel, que siempre insistía en invitarme aunque yo ganara más que él.
—Claro —respondí, fingiendo indiferencia mientras sacaba mi tarjeta.
El silencio se instaló entre nosotros como una nube densa. Javier revisaba su celular mientras yo jugaba con la servilleta. Quise irme, pero algo me detuvo: el miedo a parecer grosera, a confirmar los prejuicios sobre las mujeres «difíciles».
Al salir del café, Javier intentó besarme. Me hice a un lado.
—Creo que mejor aquí la dejamos —le dije, tratando de sonar firme.
Él se encogió de hombros y se despidió sin mirar atrás. Caminé sola por la avenida, sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué me sentía culpable? ¿Por qué seguía esperando gestos caballerosos en un mundo donde todo se negocia?
Esa noche llegué a casa y encontré a mi mamá viendo su telenovela favorita.
—¿Cómo te fue? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla.
—Bien —mentí—. Nada especial.
Ella asintió como si supiera la verdad. Me senté a su lado y por un momento quise llorar, pero me contuve. Pensé en todas las veces que había ignorado señales por miedo a estar sola. Pensé en las historias de mis amigas: Ana que salió corriendo de una cita porque el tipo le gritó al mesero; Sofía que aguantó meses a un hombre que nunca quiso presentarla con su familia; Lucía que terminó pagando siempre porque «él estaba pasando por un mal momento».
Al día siguiente, Valeria me encontró desayunando en silencio.
—¿Y el galán? —preguntó mordiendo una concha.
—No era para mí —le respondí—. Ni para nadie que se respete.
Ella sonrió y me abrazó por detrás.
—Ya llegará alguien mejor. O no. Pero tú ya aprendiste algo, ¿no?
Asentí. Sí, había aprendido algo: que la dignidad no se negocia ni se divide en dos partes iguales al final de una cita incómoda.
Esa tarde borré la app de mi celular. No porque renunciara al amor, sino porque entendí que no necesito mendigar atenciones ni justificar actitudes mediocres bajo el disfraz de la igualdad moderna.
Días después, mientras caminaba por el parque con mi mamá, ella me dijo:
—No te conformes nunca, Mariana. Ni con hombres ni con amigas ni con trabajos mediocres. La vida es muy corta para andar dividiendo cuentas con quien no vale la pena.
Me reí y le agradecí en silencio por sus palabras. Quizá algún día vuelva a intentarlo, pero ahora sé ver las señales antes de perderme en expectativas ajenas.
¿Y ustedes? ¿Cuántas veces han ignorado esas pequeñas alertas por miedo a quedarse solos? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a dividirnos para encajar en historias que no son nuestras?