Regreso Inesperado: El Hogar Que Ya No Era Mío
—¿Por qué hay un auto desconocido afuera?—me pregunté, apretando el ramo de girasoles contra mi pecho sudoroso. El uniforme aún olía a polvo y a kilómetros de distancia, pero mi corazón latía como si estuviera en plena batalla. Había soñado con este momento durante meses: sorprender a Mia, abrazarla, sentir que todo el sacrificio valía la pena.
El portero, don Eusebio, me miró con una mezcla de lástima y sorpresa. —¿Ya volvió, soldado?—me dijo, evitando mi mirada. No entendí su tono hasta que subí las escaleras y escuché risas ahogadas detrás de la puerta del departamento 302. Mi llave tembló en la cerradura. Entré sin hacer ruido, esperando ver a Mia sola, tal vez viendo una novela o hablando por teléfono con su mamá en Veracruz.
Pero no. Allí estaba ella, sentada en el sofá, con las piernas entrelazadas con las de otro hombre. Un desconocido. El aire se volvió denso, irrespirable. Las flores cayeron al suelo.
—¿Luis?—dijo Mia, poniéndose de pie de un salto, los ojos abiertos como platos.
El hombre me miró, incómodo, y se levantó también. —Creo que será mejor que me vaya—murmuró, recogiendo su chamarra del respaldo del sofá.
—¿Quién es él?—pregunté, aunque la respuesta era obvia. Sentí que el mundo se me venía encima. Había cruzado selvas y desiertos, sobrevivido a noches sin dormir y a balaceras en la frontera norte, pero nada me había preparado para esto.
Mia no supo qué decir. Se quedó callada, mirando el piso como si ahí estuviera la explicación que yo necesitaba. El silencio era tan pesado que podía escuchar el tic-tac del reloj de la cocina.
—No es lo que piensas—balbuceó al fin, pero su voz sonaba hueca.
—¿Entonces qué es?—le grité, sintiendo cómo la rabia y la tristeza me desgarraban por dentro.
El otro hombre salió apresurado, sin mirarme a los ojos. La puerta se cerró de golpe tras él. Mia se acercó, pero yo di un paso atrás.
—Luis, yo… no sabía si ibas a volver. Dijiste que era peligroso, que tal vez no regresarías… Me sentí sola—dijo entre sollozos.
—¿Y esa es tu excusa? ¿Cuánto tiempo llevas con él?—pregunté, aunque temía la respuesta.
—Unos meses… Empezó como una amistad. No quería lastimarte—susurró.
Me senté en el borde del sofá, sintiendo que mis piernas ya no me sostenían. Miré las flores en el suelo, pisoteadas por el caos de ese instante. Pensé en mi mamá en Monterrey, en cómo siempre me decía que el amor verdadero espera y resiste cualquier tormenta.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué no fuiste honesta?—pregunté con la voz rota.
Mia lloraba en silencio. Yo también sentí las lágrimas correr por mis mejillas sucias de polvo y decepción.
Esa noche dormí en casa de mi hermano Javier. Él me recibió sin preguntas, solo con un abrazo fuerte y una cerveza fría. —No eres el primero ni serás el último al que le pasa esto, carnal—me dijo mientras veíamos fútbol en silencio.
Los días siguientes fueron una mezcla de rabia y resignación. Mi papá me llamó desde su taller mecánico en Saltillo: —Hijo, la vida sigue. No te quedes estancado por alguien que no supo esperarte.—
Pero yo no podía dejar de pensar en todo lo que había sacrificado: cumpleaños perdidos, navidades lejos de casa, noches enteras escribiendo cartas que tal vez Mia nunca leyó. ¿De qué sirvió todo eso?
Intenté rehacer mi vida. Busqué trabajo como guardia de seguridad en una empresa de transporte. Las noches eran largas y solitarias; a veces veía parejas abrazadas en la calle y sentía una punzada en el pecho.
Un día recibí un mensaje de Mia: “Perdón por todo. Espero que algún día puedas perdonarme.” No respondí. ¿Qué sentido tenía? El perdón no iba a devolverme los años ni la confianza perdida.
Mi mamá vino a visitarme un fin de semana. Me preparó enchiladas y me abrazó fuerte. —La vida da muchas vueltas, mijo. Lo importante es no perderte a ti mismo.—
Poco a poco fui encontrando paz en las pequeñas cosas: los domingos con mi familia, las pláticas con don Eusebio cuando volvía del trabajo, los partidos de fútbol con mis sobrinos en el parque.
A veces todavía sueño con aquel regreso inesperado y el dolor vuelve como una ola fría. Pero también sé que sobreviví a cosas peores y que tengo la fuerza para empezar de nuevo.
Ahora me pregunto: ¿Cuántos regresos inesperados nos cambian para siempre? ¿Vale la pena entregar todo por alguien que no supo esperar? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?