¿De verdad esto es todo lo que desayunáis?

—¿Eso es todo lo que vais a desayunar? —La voz de Patricia retumba en la cocina, como si cada palabra fuera una campanada que marcara el inicio de una batalla invisible. Me quedo quieto, con la taza de café en la mano y una galleta María a medio morder. Michelle, mi mujer, me lanza una mirada de esas que dicen “por favor, no empieces”. Ethan y Lucía, nuestros hijos, ya han abierto el paquete de cereales integrales y se sirven con desgana.

Patricia, mi suegra, se mueve entre los fogones como una general en plena ofensiva. El aroma de la tortilla de patata recién hecha se mezcla con el del pan tostado y el jamón serrano. Sobre la mesa, zumo de naranja natural, fruta cortada y hasta churros que ha bajado a comprar al bar de la esquina. Todo dispuesto como si esperara a una familia numerosa y hambrienta, no a nosotros, que solemos salir corriendo con un café y poco más.

—En mi casa siempre se ha desayunado bien —insiste ella, colocando platos delante de cada uno—. No entiendo cómo podéis salir a la calle con el estómago vacío. Luego pasa lo que pasa.

Michelle suspira y se sienta a su lado. Yo intento sonreír, pero siento el peso de la tradición sobre los hombros. Recuerdo las primeras veces que vine aquí, recién casado, cuando aún intentaba impresionar a Patricia. Me comía todo lo que ponía en la mesa aunque luego pasara el día con el estómago revuelto. Ahora, después de tantos años, ya no finjo tanto.

—Mamá, no hace falta que prepares tanto —dice Michelle con voz suave—. Los niños ya están acostumbrados a desayunar ligero.

—¡Pero si son unos palillos! —responde Patricia, ofendida—. En mis tiempos, si no desayunabas bien, no aguantabas ni media mañana en clase. ¿Os acordáis cuando había que ir andando al colegio bajo la lluvia? Nada de coches ni autobuses…

Ethan pone los ojos en blanco y Lucía se esconde tras su vaso de leche. Yo intento mediar:

—Patricia, agradecemos mucho todo esto, pero en casa solemos tomar algo rápido porque vamos con prisa. Ya sabes cómo es la vida ahora…

Ella me mira como si acabara de confesar un crimen.

—¿Y qué ejemplo dais a los niños? Luego os extrañáis si están cansados o si les duele la cabeza. El desayuno es sagrado.

El ambiente se vuelve tenso. Siento cómo Michelle se tensa a mi lado. Sé que para ella es difícil enfrentarse a su madre; siempre ha sido así. Patricia es una mujer fuerte, marcada por una infancia dura en la posguerra española, donde nunca sobraba nada y cada comida era un pequeño triunfo contra la escasez.

—Mamá —dice Michelle con un hilo de voz—, los tiempos han cambiado. Ahora los niños tienen otras rutinas…

—¡Pues muy mal! —interrumpe Patricia—. Por eso luego hay tantos problemas. Antes no había tantas alergias ni intolerancias ni esas cosas modernas. Se comía lo que había y punto.

Me muerdo la lengua para no contestar. No quiero discutir delante de los niños ni estropear el fin de semana familiar. Pero siento rabia. ¿Por qué siempre tenemos que ceder ante sus costumbres? ¿Por qué nuestras elecciones valen menos?

Lucía rompe el silencio:

—Abuela, yo prefiero solo un poco de fruta…

Patricia le acaricia el pelo con ternura, pero insiste:

—Come un trocito de tortilla, cariño. Que te va a dar fuerzas para todo el día.

Ethan aprovecha para escabullirse al salón con su cuenco de cereales. Yo me quedo mirando mi café frío y pienso en mi propio padre, que nunca desayunaba nada más que un café solo y un cigarro antes de salir a trabajar en la fábrica.

La conversación deriva hacia otros temas: las notas del colegio, el precio del aceite de oliva, las vacaciones en Benidorm. Pero la tensión sigue flotando en el aire como una nube baja.

Cuando por fin nos levantamos de la mesa, Patricia recoge los platos en silencio. Michelle se acerca a ella y le da un abrazo largo. Yo me quedo rezagado en la cocina, mirando por la ventana cómo llueve sobre los tejados del barrio.

Pienso en todas las veces que hemos repetido esta escena: nosotros defendiendo nuestra manera de vivir, Patricia aferrada a sus tradiciones. ¿Es posible encontrar un punto medio? ¿O estamos condenados a repetir este choque cada vez que venimos?

Esa noche, ya en casa, Michelle me pregunta si he estado bien.

—No lo sé —le respondo—. A veces siento que nunca seré suficiente para tu madre.

Ella me sonríe con tristeza y me toma la mano.

—Lo importante es que somos nosotros mismos —dice—. Y que los niños vean que hay muchas formas de hacer las cosas.

Me quedo pensando en sus palabras mientras escucho el silencio del piso y el rumor lejano del tráfico madrileño.

¿Hasta dónde debemos ceder ante las tradiciones familiares por mantener la paz? ¿Y cuándo es momento de decir basta y defender nuestra propia manera de vivir? ¿Vosotros también habéis sentido esa presión alguna vez?