Cuando la vida se pinta de gris: El lienzo de mi alma en San Jacinto

—¡Emiliano! ¿Otra vez con esas pinturas? ¿No ves que aquí lo que hace falta es gente que trabaje la tierra?— gritó mi padre desde la puerta, su voz retumbando en las paredes de adobe de nuestra casa en San Jacinto. El olor a café recién colado se mezclaba con el de la trementina y el óleo, y yo, con las manos manchadas de azul y amarillo, sentí el peso de su mirada juzgándome.

Tenía diecisiete años y ya sentía que mi vida era un lienzo sin color. En este pueblo perdido entre montañas y cañaverales, ser artista era casi un pecado. Mi madre, doña Rosa, apenas me miraba cuando pasaba horas encerrado en el cuarto, dibujando paisajes que nunca existieron aquí. «Eso no te va a dar de comer, mijo», repetía mientras lavaba los platos, como si quisiera lavar también mis sueños.

En la escuela, los compañeros me decían «el raro». Mientras ellos jugaban fútbol o hablaban de irse a trabajar a la capital, yo solo pensaba en cómo mezclar los colores para pintar la luz del atardecer sobre el río. Solo Lucía, mi mejor amiga desde la infancia, parecía entenderme. Ella era mi confidente, la única que se sentaba conmigo bajo el viejo ceibo a mirar las nubes y hablar de lo que había más allá del horizonte.

Una tarde, después de otra discusión con mi padre, salí corriendo al campo con mi cuaderno de bocetos. El cielo estaba encapotado y el viento traía consigo el olor a lluvia. Me senté bajo el ceibo y empecé a dibujar frenéticamente, como si al hacerlo pudiera escapar del gris que me rodeaba. De pronto, Lucía apareció, empapada pero sonriente.

—¿Por qué sigues aquí, Emi?— preguntó con voz suave. —¿Por qué no te vas a buscar tu lugar en el mundo?

—¿Y dejar a mi familia? ¿Dejarte a ti? No sé si tengo ese valor…

Ella me miró con esos ojos grandes y sinceros. —A veces hay que romperse para volver a armarse. ¿No es eso lo que haces con tus pinturas?

Esa noche no pude dormir. Las palabras de Lucía me daban vueltas en la cabeza. ¿Y si tenía razón? ¿Y si mi vida podía ser más que este pueblo que me asfixiaba?

Pasaron semanas. Mi padre cada vez más distante, mi madre cada vez más resignada. Un día llegó una carta del Instituto de Arte de Medellín: había sido aceptado con una beca parcial. Mi corazón latió tan fuerte que pensé que todos lo escucharían. Pero cuando lo conté en casa, el silencio fue más pesado que cualquier grito.

—¿Y quién va a ayudarme en la cosecha?— dijo mi padre sin mirarme.

—Déjalo ir, viejo— susurró mi madre, con lágrimas en los ojos. —Tal vez él sí pueda ser feliz.

La noche antes de partir, Lucía vino a despedirse. Me abrazó tan fuerte que sentí que se llevaba un pedazo de mí.

—Prométeme que vas a pintar tu vida con todos los colores que aquí te negaron.

—Te lo prometo.

Medellín era un universo nuevo: ruidoso, caótico, lleno de gente y posibilidades. Pero también estaba solo. Los primeros meses fueron duros; extrañaba el olor del campo, las risas de Lucía, incluso los regaños de mi padre. Mis compañeros venían de ciudades grandes, hablaban de museos y exposiciones como si fueran parte de otro mundo al que yo nunca pertenecería.

Una tarde lluviosa, mientras pintaba en el parque Bolívar, se me acercó un hombre mayor con sombrero y acento costeño.

—¿De dónde eres, pelado?

—De San Jacinto… un pueblito por allá lejos.

Él sonrió. —Los mejores artistas vienen del campo. Porque allá uno aprende a ver lo invisible.

Sus palabras me dieron fuerza. Empecé a pintar lo que extrañaba: los atardeceres sobre los cañaverales, el ceibo bajo el cual soñaba con Lucía, las manos agrietadas de mi madre lavando ropa. Pronto mis cuadros llamaron la atención en la escuela; una profesora me animó a exponerlos en una galería pequeña del centro.

El día de la exposición sentí miedo y orgullo al mismo tiempo. Entre la multitud vi una figura conocida: Lucía había viajado toda la noche para estar conmigo. Lloramos juntos frente al cuadro del ceibo.

—¿Ves?— susurró ella —Aquí sí hay color.

Con el tiempo logré vender algunos cuadros y enviar dinero a casa. Mi padre nunca me llamó, pero mi madre me escribía cartas llenas de nostalgia y orgullo escondido entre líneas. Un día recibí una llamada inesperada: mi padre estaba enfermo; necesitaban ayuda en la cosecha.

Regresé a San Jacinto con miedo y esperanza. El reencuentro fue tenso; mi padre apenas me miró mientras trabajábamos juntos bajo el sol ardiente. Una tarde, mientras descansábamos bajo el ceibo, rompió el silencio:

—Nunca entendí tus colores… pero ahora veo que pintaste tu propio destino.

Lloré como un niño en sus brazos. Por primera vez sentí que pertenecía a ambos mundos: al arte y al campo, al color y al gris.

Hoy sigo pintando entre Medellín y San Jacinto. Mi historia no es solo mía; es la de todos los que buscan su lugar en un mundo que les niega el derecho a soñar.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que su vida era un lienzo sin color? ¿Qué harían para encontrar su propio arcoíris?