Cuando el Silencio Grita Más que las Palabras: La Historia de Patricia y Alejandro
—¿Otra vez llegaste tarde, Alejandro? —pregunté, tratando de mantener la voz firme, aunque por dentro sentía que me rompía en mil pedazos.
Él ni siquiera me miró. Se quitó los zapatos en la entrada, dejó caer su maletín sobre la mesa y murmuró, casi como si hablara consigo mismo:
—Estoy cansado, Patricia. No empieces.
Ese «no empieces» fue como una bofetada. Lo había escuchado tantas veces en los últimos meses que ya no sabía si dolía más la frase o el tono indiferente con el que la decía. Me quedé parada en medio de la sala, con la cena fría sobre la mesa y las luces apagadas. Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas del pequeño departamento en el centro de Medellín, como si quisiera entrar y arrastrar todo lo que quedaba de nosotros.
No siempre fue así. Recuerdo cuando Alejandro y yo nos conocimos en la universidad. Él era el alma de las fiestas, el que siempre tenía una sonrisa lista y un chiste para romper el hielo. Yo era más reservada, pero él supo encontrar el camino a mi corazón con paciencia y ternura. Nos casamos jóvenes, llenos de sueños y promesas. Juramos que nunca dejaríamos que la rutina nos venciera.
Pero la vida no es una telenovela. Los trabajos mal pagados, las cuentas atrasadas, los hijos que nunca llegaron… Todo eso fue erosionando lo que alguna vez nos unió. Empezamos a hablar menos y a discutir más. Las frases hirientes se volvieron parte del paisaje cotidiano:
—Siempre haces lo mismo.
—¿Por qué no puedes ser como antes?
—No sé si esto tiene sentido ya.
—Mejor ni hablemos.
—Haz lo que quieras.
La primera vez que escuché a Alejandro decir «Haz lo que quieras», sentí que algo dentro de mí se quebraba. Era como si me estuviera diciendo: «Me da igual lo que pase contigo». Y yo… yo también empecé a dejar de importar.
Una noche, después de otra discusión absurda sobre quién debía lavar los platos, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Miré mi reflejo en el espejo: ojeras profundas, labios apretados, ojos apagados. ¿En qué momento me convertí en esta sombra?
Intenté hablar con mi mamá. Ella me escuchó en silencio por teléfono desde Bucaramanga y solo atinó a decir:
—Mija, los matrimonios son así. Hay que aguantar.
Pero yo ya no quería aguantar. Quería volver a sentirme viva.
Un día, mientras revisaba el celular de Alejandro buscando una foto para enviarle a su mamá, vi un mensaje que no era para mí. «Te extraño», decía una tal Camila. Sentí un frío recorrerme la espalda. No quise preguntar nada esa noche; solo observé cómo él se metía a la cama sin mirarme, dándome la espalda como si yo fuera invisible.
Al día siguiente, lo enfrenté:
—¿Quién es Camila?
Él se quedó callado unos segundos eternos y luego soltó:
—No quiero hablar de eso ahora.
Otra frase más para la colección.
Esa noche dormí en el sofá. El silencio entre nosotros era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Empecé a notar pequeños detalles: cómo evitaba mi mirada, cómo salía temprano los sábados diciendo que iba al gimnasio pero regresaba oliendo a perfume barato, cómo su risa ya no era para mí sino para alguien más al otro lado del teléfono.
La gota que rebalsó el vaso fue una tarde cualquiera. Había preparado su comida favorita —arroz con pollo y tajadas de plátano— intentando recuperar algo de lo perdido. Cuando llegó, ni siquiera se sentó a la mesa.
—No tengo hambre —dijo sin mirarme.
Sentí rabia, tristeza y una soledad infinita. Me levanté y le grité:
—¿Por qué sigues aquí si ya no quieres estar conmigo?
Él me miró por fin, pero sus ojos estaban vacíos.
—No sé —respondió simplemente.
Esa noche decidí empacar una maleta pequeña con lo esencial: dos mudas de ropa, mi cepillo de dientes y una foto nuestra del día de la boda. Llamé a mi amiga Laura y le pedí asilo por unos días. Cuando salí del departamento, sentí miedo pero también alivio.
En casa de Laura lloré como nunca antes. Ella me abrazó fuerte y me dijo:
—Patri, no tienes por qué cargar sola con esto. No eres menos mujer por decidir irte.
Pasaron semanas antes de que pudiera volver a ver a Alejandro sin sentir dolor. Nos encontramos en una cafetería para hablar del divorcio. Él llegó tarde, como siempre. Se sentó frente a mí y por primera vez en mucho tiempo vi lágrimas en sus ojos.
—Lo siento —dijo apenas audible—. No supe cómo arreglarlo.
Yo también lloré. Porque a pesar de todo, una parte de mí seguía amándolo. Pero entendí que hay amores que se terminan aunque duelan, porque quedarse sería traicionarse a uno mismo.
Hoy vivo sola en un pequeño apartamento en Envigado. Aprendí a disfrutar mi propia compañía, a sanar mis heridas poco a poco. A veces extraño los buenos momentos con Alejandro, pero sé que tomé la decisión correcta.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen repitiendo esas frases en silencio, esperando un milagro? ¿Cuándo aprendemos a decir basta antes de perdernos por completo?