La Lección de Don Ramiro: Respeto Bajo las Sombras del Colegio

—¡Dale, Sofía, apúrate!— susurró Valentina mientras yo sacaba el labial rojo de la mochila de mi hermana. El eco de nuestras risas rebotaba en los azulejos fríos del baño de mujeres del Colegio Nacional San Martín, en pleno centro de Buenos Aires. Era viernes por la tarde y el colegio estaba casi vacío; solo quedábamos los rezagados del taller de teatro y, por supuesto, Don Ramiro, el conserje que todos decían que era un amargado.

—¿Están seguras? Si nos agarran, mi mamá me mata— dudé, pero la presión de mis amigas era más fuerte que mi conciencia. Valentina me miró con esa sonrisa desafiante que siempre me hacía sentir cobarde si no la seguía.

—¡Ay, Sofi! ¿Qué te va a pasar? Si Don Ramiro ni habla, seguro ni se da cuenta— insistió Camila, mientras ya empezaba a dibujar corazones y besos en el espejo con otro labial.

En cuestión de minutos, los espejos estaban cubiertos de marcas rojas y mensajes burlones: “Limpia esto, Don Ramiro”, “¿Te animás a quitarnos la mancha?”. Salimos corriendo antes de que alguien nos viera, riéndonos como si hubiéramos hecho la mejor travesura del año.

Pero esa noche no pude dormir. La imagen de Don Ramiro, siempre callado, siempre solo, me perseguía. Recordé cómo lo vi una vez sentado en el patio, comiendo un sándwich seco mientras todos los demás profesores almorzaban juntos. Mi mamá siempre decía que uno nunca sabe las batallas que otros pelean en silencio.

El lunes siguiente, la directora nos llamó a su oficina. El corazón se me cayó al piso cuando vi a Don Ramiro parado ahí, con la mirada baja y las manos temblorosas. —Sabemos lo que hicieron— dijo la directora con voz dura. —Pero antes de decidir cómo proceder, Don Ramiro quiere decirles algo.

Don Ramiro levantó la vista. Sus ojos estaban rojos, pero no de enojo. —Yo sé que para ustedes esto fue una broma— empezó con voz suave—. Pero para mí es mi trabajo. Yo limpio este colegio desde hace veinte años. Mi esposa está enferma y este es el único trabajo que tengo. Cuando ustedes hacen esto, no solo ensucian un espejo. Me hacen sentir invisible, como si mi esfuerzo no valiera nada.

Sentí una punzada en el pecho. Quise decirle que lo sentía, pero las palabras se me atragantaron en la garganta. Valentina miraba al suelo y Camila tenía los ojos llenos de lágrimas.

La directora nos suspendió una semana y nos obligó a limpiar los baños todos los días bajo la supervisión de Don Ramiro. Al principio fue humillante; los demás alumnos nos miraban y se reían. Pero lo peor era ver a Don Ramiro pasar en silencio, recogiendo papeles y baldeando pisos sin mirarnos siquiera.

Una tarde, mientras fregaba el espejo con fuerza, me animé a hablarle:
—Don Ramiro… yo… lo siento mucho.

Él se detuvo y me miró por primera vez desde aquel día en la oficina.
—¿Sabés qué es lo peor?— dijo con voz cansada— Que no es la primera vez que me pasa. Y cada vez duele igual.

Me contó que cuando era chico en Tucumán, su papá también era conserje y lo acompañaba a limpiar escuelas los sábados. —La gente cree que uno es menos por hacer este trabajo— murmuró—. Pero si nadie limpia, nadie aprende.

Esa noche lloré en mi cuarto. Le conté todo a mi mamá y ella me abrazó fuerte. —Todos cometemos errores, Sofi— me dijo—. Lo importante es aprender y no repetirlos.

La semana pasó lenta. El último día, Don Ramiro nos llevó a un costado del patio y nos dio una lección que nunca olvidaré:
—El respeto no se exige, se gana. Pero también se da sin mirar a quién.

Volvimos a clases y la vida siguió su curso. Pero algo había cambiado en mí. Empecé a saludar a Don Ramiro cada mañana y a defenderlo cuando escuchaba chistes sobre él en los pasillos. Mis amigas también cambiaron; Camila se ofreció como voluntaria para ayudarlo en las ferias escolares y Valentina dejó de burlarse de los empleados del colegio.

Sin embargo, no todos olvidaron tan rápido. Algunos chicos siguieron molestando a Don Ramiro y un día lo encontraron llorando en el depósito de limpieza. La noticia corrió por todo el colegio y muchos empezaron a preguntarse si realmente éramos tan diferentes a los adultos que criticábamos por su falta de empatía.

Años después, ya en la universidad, volví al colegio para buscar unos papeles y pregunté por Don Ramiro. Me dijeron que había renunciado poco después de aquel incidente; su esposa había fallecido y él decidió volver a Tucumán con su familia.

Me quedé parada frente al portón del colegio sintiendo una mezcla de culpa y nostalgia. ¿Cuántas veces lastimamos a otros sin darnos cuenta? ¿Cuántas veces pedimos perdón demasiado tarde?

Hoy sigo pensando en Don Ramiro cada vez que veo a alguien limpiar un baño o barrer una vereda. Y me pregunto: ¿Qué pasaría si todos diéramos un poco más de respeto sin esperar nada a cambio? ¿Cuántos Don Ramiro hay invisibles entre nosotros esperando ser vistos?