Cuando el dinero pesa más que la sangre: la historia de Marta y Lucía
—Marta, tienes que ayudar a tu hermana. No puedes mirar para otro lado ahora que Lucía está sola —la voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan fría como el mármol de la entrada.
Yo acababa de llegar a casa después de una mañana agotadora en el registro civil. Mi vestido de novia aún colgaba en la percha del salón, esperando un día que ya no sentía como mío. Mi madre ni siquiera me miró cuando entré; sus ojos estaban fijos en la calle, como si esperara que el coche de Stephen regresara, como si aún pudiera devolverle a Lucía su vida anterior.
—Mamá, acabo de casarme. No puedo cargar con todo —intenté decirlo en voz baja, pero la culpa me apretaba la garganta.
Ella giró la cabeza y me miró con una mezcla de reproche y cansancio.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que deje a tu hermana tirada? ¿Que la niña pase hambre porque tú tienes una boda? —su voz se quebró al final, y por un instante vi a la mujer frágil que siempre había intentado protegernos.
Lucía estaba sentada en la cocina, con las manos temblorosas alrededor de una taza de café frío. Su hija, Paula, jugaba en silencio con un muñeco roto. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
—Marta, no te pido que me mantengas —susurró Lucía sin levantar la vista—. Solo necesito un poco de ayuda hasta que encuentre trabajo. Stephen se ha ido y no responde a los mensajes. Mamá está mayor y no puede con todo…
Recordé entonces las tardes en que Lucía me peinaba para ir al colegio, cómo me defendía cuando los niños del barrio se reían de mis gafas. Pero ahora yo tenía mi propia vida, mi propio futuro con Álvaro, y no quería hipotecarlo antes de empezar.
Esa noche, discutí con Álvaro por primera vez desde que nos conocimos.
—¿Por qué tengo que cargar yo con los problemas de tu familia? —me preguntó mientras recogía los platos—. Entiendo que quieras ayudar, pero no podemos pagar dos casas. Acabamos de firmar la hipoteca.
Me sentí atrapada entre dos mundos: el de mi familia de sangre y el que acababa de formar. ¿Era egoísta por querer empezar de cero? ¿O era injusto que todos esperaran que yo resolviera lo que Stephen había destrozado?
Los días siguientes fueron una sucesión de llamadas, reproches y silencios incómodos. Mi madre dejó de preguntarme por la boda; solo hablaba del abogado, del colegio de Paula, del alquiler que Lucía no podía pagar. Mi padre, desde su retiro en Almería, solo mandaba mensajes lacónicos: «Haz lo que puedas, hija».
Una tarde, mientras paseaba por el Retiro para despejarme, recibí un mensaje de Lucía: «Perdona por todo. No quiero ser una carga. He encontrado un trabajo limpiando casas. No es mucho, pero saldremos adelante».
Me senté en un banco y rompí a llorar. Sentí rabia contra Stephen, contra mi madre por su frialdad, contra mí misma por no ser capaz de ayudar sin sentirme asfixiada. Pensé en Paula, en lo injusto que era que una niña tuviera que crecer viendo a su madre derrotada por el miedo y la precariedad.
Esa noche llamé a Lucía.
—Venid a cenar mañana. No sé cómo vamos a hacerlo, pero vamos a salir adelante juntas —le dije entre sollozos.
La cena fue tensa al principio. Álvaro apenas habló y mi madre se limitó a observarnos desde el extremo de la mesa. Pero cuando Paula se rió porque le puse demasiada salsa a su tortilla, algo se rompió dentro de mí: entendí que lo único que podía hacer era estar presente, aunque no tuviera todas las respuestas ni todo el dinero del mundo.
Con el tiempo, Lucía encontró un trabajo mejor y empezó a rehacer su vida. Yo aprendí a poner límites sin sentirme culpable y Álvaro terminó aceptando que mi familia era parte de nuestro futuro, aunque fuera incómodo a veces.
Aún hoy me pregunto si hice lo correcto o si podría haber hecho más. ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con los nuestros? ¿Cuándo pesa más el amor propio que la sangre?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Es justo tener que elegir entre tu familia y tu propia felicidad?