La herencia de la culpa: Cuando mi hermano quiso vender la casa de mamá

—Lucía, tenemos que hablar. Es urgente —la voz de Sergio sonaba fría, casi calculada, como si ya hubiera ensayado cada palabra.

Era un martes cualquiera en Madrid, pero aquel día mi mundo se tambaleó. Yo acababa de salir del hospital, después de visitar a mamá. Su Alzheimer avanzaba deprisa y cada vez me reconocía menos. Aun así, cada tarde le llevaba su merienda favorita: pan con chocolate, como cuando era niña. Al escuchar a Sergio, supe que no traía buenas noticias.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté, cansada.

—Mira, Lucía, esto no puede seguir así. Mamá ya no es la misma. La casa está vacía y cuesta una fortuna mantenerla. Yo creo que lo mejor sería venderla antes de que se complique todo más.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Vender la casa? ¿La casa donde crecimos, donde mamá aún respiraba sus últimos recuerdos? No podía creerlo.

—¿Y dónde quieres que viva mamá? —le espeté, sin poder contener la rabia.

—No seas dramática. Hay residencias muy buenas. Además, tú no puedes seguir cargando con todo esto sola. Yo tengo mi vida en Valencia y no puedo estar pendiente —respondió, como si hablara de un mueble viejo.

Colgué sin despedirme. Lloré en el metro, rodeada de desconocidos que miraban sus móviles mientras yo sentía que el mundo se me caía encima. ¿Cómo podía Sergio ser tan frío? Siempre fue el hijo mayor, el preferido de papá, el que nunca se fue de casa hasta bien pasados los treinta. Mientras yo estudiaba en Salamanca y trabajaba para pagarme el alquiler, él seguía viviendo con nuestros padres, sin preocuparse por nada.

Cuando papá murió hace dos años, pensé que Sergio cambiaría. Pero fue al contrario: desapareció aún más. Solo llamaba para preguntar por la herencia o para pedir dinero. Mamá empezó a enfermar poco después y yo fui quien se quedó a su lado. Me mudé de vuelta a Madrid, dejé mi trabajo en una editorial y acepté un puesto peor pagado solo para poder estar cerca.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Sergio insistía con llamadas y mensajes:

—Lucía, piénsalo bien. No podemos permitirnos pagar a una cuidadora ni mantener esa casa enorme.

—Sergio, mamá no es un estorbo. Es nuestra madre.

—No seas ingenua. Si no lo hacemos ahora, luego será peor.

Empecé a notar cómo la culpa me devoraba por dentro. ¿Y si tenía razón? ¿Y si yo estaba siendo egoísta por aferrarme al pasado? Pero cada vez que veía a mamá sentada en su sillón favorito, mirando por la ventana como si esperara a papá volver del trabajo, sabía que no podía hacerlo.

Una tarde, mientras le leía un poema de Machado a mamá, Sergio apareció sin avisar. Entró en el salón como un extraño.

—Mamá —dijo en voz alta—, ¿te gustaría irte a vivir a un sitio donde te cuiden bien?

Mamá lo miró confundida. No entendía nada. Yo me levanté de golpe.

—¡Sergio! ¿Qué haces? ¡No ves que la estás asustando!

Él me ignoró y siguió hablando con esa voz falsa:

—Lucía y yo estamos pensando en lo mejor para ti.

Mamá empezó a llorar bajito. Me acerqué y la abracé fuerte.

—Tranquila, mamá. Nadie va a sacarte de aquí —le susurré al oído.

Sergio se fue dando un portazo. Aquella noche no dormí. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan grande que pensé en rendirme. Pero al ver a mamá tan frágil y perdida, supe que no podía dejarla sola.

Los días pasaron y Sergio dejó de llamar. Solo recibí un mensaje: “Cuando recapacites, avísame”.

La soledad se hizo más pesada. Mis amigas me decían que tenía derecho a vivir mi vida, que no podía sacrificarme así por una madre que ya casi no me reconocía. Pero yo no podía abandonarla. Recordaba las noches en las que mamá me arropaba cuando tenía fiebre o los veranos en la playa de Cádiz cuando éramos felices los cuatro.

Un día recibí una carta certificada: Sergio había iniciado los trámites para declarar a mamá incapaz y poder vender la casa legalmente. Sentí náuseas. Llamé a un abogado y empezó una batalla legal dolorosa y humillante.

En el juzgado, Sergio ni siquiera me miró a los ojos. Declaró que yo estaba obsesionada y que mamá necesitaba cuidados profesionales. Yo llevé fotos, informes médicos y hasta cartas escritas por mamá antes de enfermarse donde decía que quería quedarse en su casa hasta el final.

El juez falló a nuestro favor: mamá se quedaría conmigo y nadie podría vender la casa sin mi consentimiento.

Sergio desapareció por completo después de aquello. Ni una llamada en Navidad ni una visita en el cumpleaños de mamá. Al principio me dolió su ausencia, pero luego sentí alivio: ya no tenía que fingir que éramos una familia unida.

Mamá murió un año después, tranquila en su cama, rodeada de sus cosas y de mis manos apretando las suyas. El día del entierro, Sergio no apareció.

Ahora camino sola por las habitaciones vacías de la casa familiar y me pregunto si hice lo correcto o si solo prolongué el sufrimiento de todos por miedo a estar sola.

¿De verdad somos responsables del bienestar de nuestros padres hasta el final? ¿O hay momentos en los que debemos pensar también en nosotros mismos? ¿Qué habríais hecho vosotros?