El Regalo de Cumpleaños que Rompió mi Familia
—¡Emiliano, no toques nada en mi clóset! —gritó mi mamá desde la cocina, pero ya era tarde. Mis manos temblaban mientras sostenía la caja envuelta en papel azul, el mismo que había visto a papá esconder la noche anterior. Tenía once años y la emoción por mi cumpleaños me ganó la batalla contra la obediencia.
No era la primera vez que espiaba mis regalos, pero sí la primera vez que sentí miedo. El miedo no era por ser descubierto, sino por lo que encontré dentro: una carta. No era para mí. Ni siquiera era para mi mamá. El sobre decía “Para Lucía, con todo mi amor. —Carlos”. Mi papá se llama Carlos, mi mamá se llama Teresa… y Lucía no vive en esta casa.
Me quedé helado. El reloj de la sala marcaba las cinco y media, y el aroma a arroz con pollo llenaba el aire. Escuché los pasos de mi mamá acercándose y, sin pensarlo, metí la carta en el bolsillo de mi pantalón. Cerré la caja y fingí buscar mis medias.
—¿Qué haces aquí, Emiliano? —me preguntó, mirándome con esos ojos cansados pero dulces.
—Nada, ma… sólo buscaba mis medias para el partido —mentí.
Ella me revolvió el cabello y sonrió. Pero yo ya no podía sonreír. Esa noche no dormí. Escuché a mis padres discutir en voz baja, como siempre lo hacían cuando creían que yo dormía. Pero ahora las palabras tenían otro peso, otro filo.
Al día siguiente, mientras desayunábamos, no pude más. Saqué la carta y la puse sobre la mesa. Mi mamá la miró, luego me miró a mí. Mi papá palideció.
—¿Qué es esto, Carlos? —preguntó ella, con una voz tan fría que hasta el café se enfrió en su taza.
Mi papá no respondió. Bajó la cabeza y murmuró algo sobre “un error” y “no era el momento”. Mi mamá rompió a llorar. Yo también.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi mamá dejó de cocinar sus guisos favoritos. Mi papá llegaba cada vez más tarde. Yo me refugiaba en la casa de mi abuela Rosa, donde el olor a pan dulce y las telenovelas me daban un poco de paz.
Un día, mientras ayudaba a mi abuela a pelar papas, ella me dijo:
—Hijo, los adultos también se equivocan. Pero los niños no deberían cargar con esos errores.
No supe qué responderle. ¿Cómo no cargar con algo que había destrozado mi casa?
La noticia del divorcio llegó como una tormenta en pleno verano: rápida, ruidosa e imposible de ignorar. Mi mamá empacó sus cosas y nos fuimos a vivir a un departamento pequeño en el centro de Puebla. Extrañaba mi cuarto, mi patio, hasta los gritos de mi papá viendo fútbol los domingos.
En la escuela todos notaron el cambio. Mis amigos me preguntaban por qué ya no invitaba a nadie a casa. Los maestros me miraban con lástima cuando entregaba tareas manchadas de lágrimas.
Una tarde lluviosa, mi papá vino a visitarme. Traía una bolsa con mi camiseta favorita del América y una sonrisa triste.
—Perdóname, hijo —me dijo—. No supe cómo arreglar las cosas.
Yo sólo asentí. No tenía palabras para tanto dolor.
Mi mamá intentó rehacer su vida. Empezó a trabajar en una panadería y a salir con amigas que yo nunca había visto antes. A veces la escuchaba llorar en silencio por las noches. Otras veces la veía reírse fuerte, como si quisiera demostrarle al mundo que podía seguir adelante.
Yo me volví más callado. Dejé de jugar fútbol y empecé a escribir en un cuaderno viejo que encontré entre las cosas que rescatamos de la mudanza. Escribía cartas que nunca envié, poemas tristes y preguntas sin respuesta.
Un día, mientras caminaba por el mercado con mi mamá, vi a mi papá del otro lado de la calle, abrazando a una mujer joven con cabello rizado: Lucía. Sentí rabia, celos y tristeza al mismo tiempo. Quise correr hacia él y gritarle todo lo que sentía, pero me quedé quieto, apretando los puños hasta que las uñas me dolieron.
Esa noche le pregunté a mi mamá si algún día podríamos volver a ser una familia.
—No lo sé, Emiliano —me respondió—. A veces las cosas se rompen y no hay manera de pegarlas otra vez.
Pasaron los años y aprendí a vivir entre dos casas: los fines de semana con papá y Lucía (que resultó ser amable aunque yo nunca quise aceptarla del todo), y los días de semana con mamá en nuestro pequeño departamento lleno de plantas y fotos viejas.
A veces pienso en aquel cumpleaños y me pregunto si hubiera sido mejor no buscar mi regalo. Si hubiera dejado todo como estaba, ¿seguiríamos siendo una familia? ¿O era cuestión de tiempo para que todo explotara?
Hoy tengo dieciocho años y estoy por graduarme del bachillerato. Sigo escribiendo en mis cuadernos y sigo buscando respuestas que quizás nunca encuentre.
¿Es justo cargar con las consecuencias de los errores ajenos? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar? Los leo.