Este año no celebro mi cumpleaños: la crisis que me cambió la vida

—No, Lucía, este año no hay nada que celebrar. —Mi voz sonó más dura de lo que pretendía, pero no podía evitarlo. El móvil temblaba entre mis manos mientras veía el grupo de WhatsApp arder con mensajes de globos, memes y propuestas para mi cumpleaños. Cerré los ojos y respiré hondo. ¿Cómo explicarles que ni siquiera podía pagar la luz este mes?

Era 15 de mayo, San Isidro en Madrid, y el aire olía a rosquillas tontas y listas. Pero yo solo sentía el peso de las facturas apiladas en la mesa del salón. Mi hija, Paula, de nueve años, me miraba desde el sofá con esos ojos grandes que heredó de su padre. —Mamá, ¿este año tampoco hay tarta? —preguntó bajito. Sentí un nudo en la garganta. No era solo el dinero; era el orgullo, la vergüenza de admitir que después de veinte años trabajando en la misma empresa, me habían despedido como a un perro.

—No pasa nada, cariño. Ya celebraremos cuando todo mejore —mentí, acariciándole el pelo.

Pero mis amigas no se daban por vencidas. Lucía, Carmen y Pilar eran como hermanas para mí desde el instituto. Habíamos sobrevivido juntas a exámenes, novios tóxicos y hasta la muerte de los padres de Carmen. Pero esto era distinto. Esto era mi ruina, mi fracaso.

—Marta, deja de hacerte la mártir —escribió Lucía en el grupo—. No vamos a dejarte sola en tu cumpleaños. Ni lo sueñes.

—Que sí, mujer —añadió Pilar—. Si hace falta traemos cada una una tortilla y un litro de sangría. No hace falta gastar dinero para celebrar la vida.

Sentí rabia. ¿Por qué no entendían que lo último que quería era que me vieran así? Sin poder invitar ni a un café, con la nevera medio vacía y el corazón hecho trizas.

Esa noche, mientras intentaba dormir, escuché a Paula llorar bajito en su habitación. Me acerqué y la encontré abrazada a su peluche favorito.

—¿Por qué estás triste, mi amor?

—Porque echo de menos cuando venían todos a casa y tú reías mucho…

Me rompí por dentro. ¿En qué momento mi vida se había reducido a esto? ¿A esconderme de mis amigas por vergüenza? ¿A robarle la alegría a mi hija?

Al día siguiente, Lucía apareció en mi portal sin avisar. Subió las escaleras con su energía habitual y una bolsa del Mercadona.

—He traído café y churros —dijo sonriendo—. Y no me digas que no pase porque te conozco demasiado bien.

Intenté protestar, pero me abrazó tan fuerte que se me saltaron las lágrimas.

—¿Por qué no me lo has contado antes? —susurró—. ¿Desde cuándo crees que tienes que cargar sola con todo?

No pude responderle. Solo lloré en silencio mientras ella preparaba el café y Paula se lanzaba a sus brazos.

Esa tarde, Carmen y Pilar también vinieron. Trajeron empanada gallega, una botella de vino barato y hasta una vela para poner en una magdalena. Entre risas forzadas y miradas cómplices, intentaron devolverme un trozo de la vida que había perdido.

—¿Te acuerdas cuando celebramos tu cumple en aquel parque y acabamos todas empapadas por la tormenta? —dijo Carmen—. Aquello sí que fue cutre y nos reímos como locas.

—Y tú te enfadaste porque se te mojó el regalo —añadió Pilar.

Reímos las cuatro, aunque yo sentía una mezcla extraña de gratitud y humillación. ¿Era tan difícil aceptar ayuda? ¿Por qué me costaba tanto dejarme cuidar?

Cuando se fueron, Paula me abrazó fuerte.

—Ha sido el mejor cumpleaños del mundo —susurró—. Gracias por dejarme soplar la vela contigo.

Me senté en el sofá, agotada pero aliviada. Miré las fotos antiguas en la pared: bodas, bautizos, veranos en Benidorm… Siempre juntas. Siempre apoyándonos.

Esa noche escribí en el grupo:

—Gracias por no dejarme caer. No sé cómo devolveros todo esto.

Lucía respondió enseguida:

—No tienes que devolver nada. Para eso estamos las amigas.

Me quedé mirando el móvil largo rato. Pensando en todo lo que había perdido… y en lo poco que realmente necesitaba para ser feliz.

¿De verdad merece la pena esconderse por orgullo? ¿Cuántas veces dejamos que la vergüenza nos robe momentos así? ¿Vosotras también habéis sentido alguna vez que no merecéis el cariño de quienes os quieren?